Dos inspiradoras historias de superación a través de la percepción del alma
Eduardo Ibarra es músico y maestro. Cuando tenía apenas tres años de edad, una infección viral le afectó el nervio óptico y al paso de los meses, le arrebató la vista por completo.
Aunque la enfermedad no fue fulminante, actualmente hay muy poco que recuerde de ese tiempo.
“Recuerdo la casa, me recuerdo muy bien caminando por los baldíos, por los llanos de alrededor, la plaza de toros, pero no puedo acordarme exactamente si me preguntas colores o la casa, cómo eran, no. ”
En aquel tiempo vivía en Pachuca con sus padres y cinco hermanos, pero al cumplir cinco años, la familia decidió mudarse a la Ciudad de México para que él estudiara el kínder y primaria en la Escuela Nacional de Ciegos, donde aprendió el sistema Braille.
En aquella escuela de Coyoacán también comenzó a tomar clases de guitarra y piano.
“Había un pianista que tocaba todas las mañanas, nos hacían marchar y cantar el Himno Nacional con pianista, no con pistas, ni lo que hoy hay, sino con un pianista. Entrábamos a nuestro salón con la Marcha de Zacatecas, tocándola”, nos cuenta.
Cuando tenía apenas siete años, sus padres le compraron su primer piano y desde entonces su amor por la música se consolidó, siendo el primer paso de lo que hoy es parte de la plenitud de su vida, la cual no se ha visto opacada por la ausencia de la vista.
Al respecto, asegura que hay dos cosas vitales que han hecho de él una persona feliz sin importar su condición.
“Dos factores fundamentales en mi vida, mi familia. A mí no me hicieron nunca a un lado, mis hermanos, que tuve seis, bueno, fuimos seis hermanos, nunca me hicieron a un lado.”
Además, al igual que en su familia, su círculo de amigos nunca ha hecho alguna diferencia con él.
Lo segundo, y quizá más importante, según él mismo afirma, es Dios. La creencia de un ser superior, no de una religión, lo ha mantenido feliz, con esperanza y buena actitud.
Accesibilidad, no inclusión
Inicialmente, el padre de Eduardo quería que estudiara Derecho, lo que por un momento en su vida lo alejó de su verdadero propósito.
“Estudié Leyes, equivocadamente, no sé, mi papá quería que yo fuera abogado y la verdad es que no había cosa más horrenda y difícil de hacer, yo ya quería ser músico.”
En la actualidad, Eduardo tiene más de 20 años impartiendo clases en el Centro Morelense de las Artes, donde igualmente le han dado todo para que pueda compartir su conocimiento con los jóvenes.
“Yo no creo en la inclusión. ¡Zácatelas! Van a decir qué, cómo, si esa es la palabra hoy por hoy. ¿No? Inclusivo. Yo no creo en esa palabra, yo creo en la palabra accesibilidad”.
Es decir, para él no sólo se trata de abrir espacios para personas con cualquier tipo de discapacidad, sino que los empleadores deben velar para que todos sus trabajadores, incluidos aquellos con capacidades diferentes, puedan realizar su labor en igualdad de oportunidades con sus compañeros.
“No es que me digan, oye, pues te incluimos, sí, mira, aquí hay una persona con discapacidad, somos inclusivos. No, no paró ahí, sí, me dieron chance de entrar, me contrataron desde entonces, pero me pusieron a mi alcance todo lo que necesitaba.”
Para cualquier persona que lo conoce, Eduardo es a todas luces un hombre pleno y feliz, reflejo de que ha vivido su vida sin darle mayor importancia a su discapacidad.
“Yo ahorita si volviera a nacer y me dijeran ‘no vas a perder la vista, pero no vas a tener lo que has tenido’, por supuesto que no lo cambio, me quedo igual”, puntualizó.
Fernando, un invidente que golpea los límites
Fernando Román Franco es un joven boxeador invidente de 33 años. En su trayectoria cuenta con nueve peleas arriba del ring, dos de ellas oficiales y ambas victoriosas; pero una de las peleas más difíciles de su vida la superó cuando perdió de golpe la vista.
“Yo adquirí la discapacidad visual en 2013, cuando tenía 23 años, de hecho, llevo 10 años con la ceguera. Venía manejando mi automóvil mientras que unos delincuentes nos lo quisieron quitar en un semáforo y pues a raíz de eso nos detonaron un arma de fuego y perdí la vista junto con mi hermano; mi hermano falleció en ese incidente”, recordó Román Franco.
Esta trágica situación no pausó la vida del morelense y tampoco sus ganas de regresar a ponerse los guantes en el ring, pues después de perder la vista aprendió a ser independiente y a convertir su historia en un caso de superación personal.
“Realmente sí fue difícil, tomé pláticas con un tanatólogo para superar lo que había perdido y también tomé terapias de rehabilitación en una clínica, ahí me enseñaron a ser autosuficiente, a utilizar un bastón para poder subirme a la ruta, para poder caminar, para poder hacer mis actividades de la vida diaria”, expresó.
Fernando entrena tres veces a la semana en la escuela de boxeo de las canchas del mercado Adolfo López Mateos, en Cuernavaca, a donde se traslada en transporte público.
“Yo me levanto todos los días a las ocho de la mañana, desayuno, me dirijo al gimnasio donde entreno box (…), el recorrido ya me lo sé de memoria”.
Sin embargo, en su día a día enfrenta otras batallas que tienen que ver con la movilidad a través de la ciudad de Cuernavaca, donde se carece de infraestructura que ayude a personas con discapacidad visual.
“El bacheo que hay en la calle afecta, porque voy deslizando el bastón y llega a haber baches muy grandes y me llegó a descontrolar un poquito (…) Yo he escuchado que en otras ciudades se tienen líneas bases en las calles para que nosotros con la discapacidad visual nos podamos guiar”.
Por fortuna, en su trayecto ya es conocido y siempre encuentra a personas que lo ayudan y guían. “La vida sigue y solamente hay una vida y hay que aprovecharla”, concluyó.
Fuente: Diario De Morelos.