EL PODER CORRUPTOR DEL NARCO
CINTARAZOS
Por Guillermo Cinta Flores
Miércoles 31 de julio de 2024
La aprehensión de Ismael “El Mayo” Zambada García y Joaquín Guzmán López (uno de los hijos de Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera), el jueves de la semana pasada en El Paso, Texas, la cual evidentemente corrió a cargo de agentes estadounidenses, ha generado infinidad de comentarios y remembranzas en torno al gran poder corruptor de los grandes capos del narcotráfico, como los antes citados, sobre instituciones del estado mexicano. “El Mayo” y “El Chapito” durante muchos años fueron líderes del Cártel de Sinaloa. Zambada llevaba alrededor de cinco décadas sin pisar la cárcel, lo cual revela sus fuertes vínculos con el gobierno, en diferentes épocas.
Este escenario nos recuerda la forma en que, supuestamente, surgió en el periodo 2000-2012 un pacto entre jefes policíacos de Morelos y capos del narcotráfico, con dos objetivos: 1) tú, autoridad, nos dejas vivir tranquilos en territorio morelense sin ser molestados; y 2) a cambio, nosotros “coadyuvamos” en la eliminación de criminales dedicados a delitos de alto impacto, sin que tengan relación con la comercialización de drogas. Fue así como la sociedad morelense constató la frecuente aparición de cadáveres de presuntos secuestradores, extorsionadores, asaltantes y violadores, mientras paralelamente asomaban mensajes con datos precisos sobre los supuestos delitos cometidos por quienes sucumbieron a manos de grupos de exterminio que, en el mejor de los casos, nos recordaron a las “favelas” brasileñas.
Todo lo antes dicho tiene estrecha relación con la descomposición social que todavía padece nuestro país. A estas alturas de la incidencia delictiva nacional, nadie ignora que la precariedad del estado, la debilidad institucional y el auge del narcotráfico se coludieron para configurar el complejo paisaje de la corrupción en México, lo cual nos remonta, no a 2006, cuando Felipe Calderón Hinojosa llegó a la titularidad del Poder Ejecutivo federal, sino a varias décadas de administraciones priistas. Al menos durante las dos décadas anteriores y en el sexenio actual, el catalizador de estos procesos fue sin duda el crecimiento de la economía criminal, sobre todo la inherente al narcotráfico.
Dicho lapso sirvió para penetrar todos los vericuetos de la sociedad: economía, política, cultura, deportes y la vida cotidiana. El tránsito de la economía de la mariguana a las más rentables de la cocaína y la amapola produjo una nueva élite económica que, a golpes de audacia y dinero, siempre ha buscado disputarles el poder local, regional y nacional a las élites tradicionales.
El excelente libro “El cártel de Sinaloa. Una historia del uso político del narco” (Grijalbo 2009)”, del periodista Diego Enrique Osornio, expone infinidad de ejemplos sobre la perversa relación imperante entre algunos jefes de cárteles con políticos de diferentes regiones mexicanas. Así, para los habitantes de muchas poblaciones no ha sido (ni es) rara la forma en que los capos ponían (y ponen) sus aviones y helicópteros al servicio de candidatos a tal o cual cargo de elección popular, senadores, diputados, alcaldes, comandantes de policía, altos mandos castrenses, empresarios y, desde luego, patriarcas clericales. En buena medida, la importancia social que adquirió el narcotráfico obedece al hecho de que la penetración de su dinero y cultura gozó por años de la complicidad y el beneplácito de las élites de este país.