LA DESCONFIANZA: EL ETERNO LASTRE MEXICANO
OPINIÓN
Por Guillermo Cinta Flores
Jueves 10 de julio de 2025
En el año 2000, tras la caída del PRI en las elecciones presidenciales, cité a Samuel Ramos para señalar un rasgo cultural que define el estilo político mexicano: la desconfianza. En su Perfil del hombre y la cultura en México (1962), Ramos describía esta actitud como un instinto arraigado, una sombra que tiñe toda interacción social: “El mexicano no desconfía de cualquier hombre o mujer en particular; desconfía de todos los hombres y de todas las mujeres”.
Hoy, en 2025, la desconfianza sigue siendo el sello de nuestra época, especialmente hacia los funcionarios públicos y la política. Lejos de desvanecerse, este mal se ha enquistado, alimentado por escándalos, promesas rotas y una polarización que corroe cualquier posibilidad de cohesión social.
La desconfianza, como apuntaba Ramos, no siempre necesita un motivo concreto; es una disposición casi instintiva, un reflejo cultural forjado por siglos de traiciones y abusos de poder. Pero no es solo un eco del pasado. El filósofo Zygmunt Bauman, en su concepto de modernidad líquida, nos ayuda a entender por qué esta desconfianza se ha intensificado. En un mundo donde las instituciones se diluyen, las promesas políticas se desvanecen y la verdad parece negociable, la incertidumbre se convierte en el pan de cada día.
En México, esta liquidez se traduce en un sistema político que, aunque formalmente democrático, opera bajo lógicas de opacidad y clientelismo que refuerzan la percepción de que nadie es digno de confianza. Basta con mirar el panorama actual. Los escándalos de corrupción, desde los más sonados hasta los cotidianos, alimentan un ciclo vicioso: el ciudadano desconfía del político, el político desconfía de la sociedad, y ambos se atrincheran en un juego de acusaciones mutuas.
Las redes sociales, lejos de ser un espacio de diálogo, amplifican esta fractura. Según un análisis reciente de posts en Twitter (hoy X), la narrativa dominante sobre funcionarios públicos en México oscila entre el cinismo y la indignación, con hashtags como #CorrupciónMéxico o #NoMásMentiras reflejando un hartazgo colectivo. La promesa de transformación de 2018, que levantó esperanzas, se ha topado con la misma pared: la incapacidad de construir confianza duradera.
Bauman nos advertía que en la modernidad líquida, la confianza es un bien escaso porque las relaciones humanas se han vuelto transaccionales. En México, esto se ve en la política como espectáculo: discursos grandilocuentes, polarización como estrategia y una ciudadanía que, agotada, opta por el escepticismo como mecanismo de defensa.
Ramos lo diría así: el mexicano no cree porque ha aprendido, a fuerza de decepciones, que creer es arriesgarse a ser engañado. Este pesimismo cultural no es solo una herencia; es una respuesta racional a un sistema que premia la simulación sobre la autenticidad.
La pregunta es si este ciclo puede romperse. La confianza, como señala Bauman, requiere instituciones sólidas y relaciones predecibles, pero en México las instituciones siguen siendo frágiles, permeadas por intereses particulares. La alternancia política, que en el 2000 parecía un punto de inflexión, no ha logrado desmantelar las estructuras que perpetúan la desconfianza. Cada nuevo gobierno promete ser diferente, pero termina atrapado en las mismas dinámicas: opacidad, favoritismos y una desconexión creciente con la sociedad. La transparencia, aunque cacareada, sigue siendo una aspiración más que una realidad.
Entonces, ¿qué nos queda? Tal vez reconocer que la desconfianza no es solo un defecto cultural, como sugería Ramos, ni únicamente un síntoma de nuestra modernidad líquida, como diría Bauman. Es también una oportunidad. Una sociedad desconfiada es una sociedad alerta, capaz de exigir rendición de cuentas si se organiza. Pero para que eso ocurra, necesitamos líderes que no solo prometan, sino que demuestren con hechos que la confianza es posible.
Francis Fukuyama, en su libro “Confianza: Las virtudes sociales y la creación de la prosperidad” (Trust: The Social Virtues and the Creation of Prosperity 1995), argumenta que la confianza es un pilar fundamental del capital social, esa red de relaciones y normas que permite a las sociedades funcionar de manera efectiva. Para Fukuyama, las naciones con altos niveles de confianza entre ciudadanos e instituciones logran mayor cohesión social, lo que se traduce en cooperación, estabilidad económica y desarrollo sostenido.
En el caso de México, la baja confianza señalada por Samuel Ramos y exacerbada por la modernidad líquida de Bauman frena este potencial, manteniendo al país en un ciclo de fragmentación donde la desconfianza socava la capacidad de construir proyectos colectivos. Sin confianza, el capital social se erosiona, y con él, las posibilidades de un desarrollo integral.