TRATADOS FIRMADOS POR MÉXICO CONTRA LAS DROGAS: PURA LETRA MUERTA
ANÁLISIS
Por Guillermo Cinta Flores
Jueves 14 de agosto de 2025
El grave problema del narcotráfico en México no es nada nuevo. No es un fenómeno que haya surgido en las décadas recientes ni un problema exclusivo de las últimas administraciones. Sus raíces se hunden profundamente en la historia del país, y aunque los tratados internacionales y las políticas públicas han intentado combatirlo, los resultados son, en el mejor de los casos, insuficientes.
Desde la época panista (entre 2000 y 2012), el panorama no ha cambiado significativamente: el narcotráfico sigue siendo un cáncer que corroe la sociedad mexicana, y los esfuerzos gubernamentales, a menudo, parecen ser más retóricos que efectivos. Hoy subrayamos la persistencia de este flagelo y la incapacidad estructural para enfrentarlo de manera definitiva.
Este análisis no se centrará únicamente en la política actual, sino en los orígenes del narcotráfico en Morelos, un problema que no comenzó con las administraciones de Enrique Peña Nieto o Graco Ramírez (2012-2018). Para nada. Este fenómeno tiene raíces que se remontan décadas, incluso siglos, atrás. En Guerrero, por citar un ejemplo, la producción de marihuana y amapola en las sierras, especialmente en la zona de la Tierra Caliente, se documenta desde al menos los años 30 y 40 del siglo XX. La pobreza, la marginación y la falta de oportunidades económicas en estas áreas convirtieron a los cultivos ilícitos en una fuente de subsistencia para muchas comunidades, un problema que no ha sido resuelto y que, en muchos casos, se ha agravado. Los cárteles han explotado estas condiciones, convirtiendo a Guerrero en un punto estratégico para el cultivo, el trasiego y la distribución de drogas.
En otros entregos periodísticos hemos destacado la discusión en el Congreso sobre la Ley Federal para la Regulación del Cannabis, aprobada en el Senado en noviembre de 2020, que buscaba legalizar el cultivo, producción, consumo, distribución, industrialización y venta de marihuana bajo control federal. Esta legislación permitía poseer hasta ocho plantas por domicilio, crear asociaciones de fumadores con un máximo de 50 plantas y establecer un sistema de licencias para la producción y venta. Sin embargo, la propuesta de crear el Instituto Mexicano de Regulación y Control de Cannabis fue rechazada, dejando la regulación en manos de la ya existente Comisión Nacional contra las Adicciones (Conadic). Cuatro años después, en 2025, la legalización de la marihuana ha avanzado en términos formales, pero su implementación enfrenta serios obstáculos. La regulación sigue siendo inconsistente, y el mercado negro de cannabis no ha desaparecido; al contrario, los cárteles diversificaron sus operaciones, combinando la marihuana con drogas sintéticas como el fentanilo, cuya producción y tráfico han alcanzado niveles alarmantes. La legalización, que prometía debilitar a los cárteles al reducir sus ingresos por marihuana, no tuvo el impacto esperado, en parte porque el mercado legal es aún incipiente y está mal regulado, y en parte porque los cárteles han encontrado en el fentanilo un negocio mucho más lucrativo.
El problema del narcotráfico, como lo he señalado desde hace muchos años, no es reciente. En 1973, cuando inicié mi carrera periodística, el narcotráfico ya estaba profundamente arraigado en México, aunque no con la escala y la brutalidad que hemos visto desde 2009. En aquella época, las ejecuciones masivas y la violencia extrema que hoy asociamos con el crimen organizado no eran tan comunes, pero el cultivo y tráfico de drogas ya eran una realidad en estados como Sinaloa, Guerrero y Morelos. El libro de Luis Rodríguez Manzanera, “Los estupefacientes y el Estado Mexicano (1974)”, que cité el 10 de marzo de 2021, sigue siendo una referencia clave para entender la magnitud histórica del problema. En su prólogo, Rodríguez Manzanera advertía que el tráfico y abuso de estupefacientes había invadido “campos que, hasta hace unos años, no hubiéramos soñado que pudiera invadir”.
Hoy, en 2025, esas palabras resuenan con más fuerza: el narcotráfico no solo ha invadido nuevos territorios geográficos y sociales, sino que ha permeado instituciones, economías locales y hasta la cultura popular, con el auge de los “narcocorridos” y la normalización de la violencia en ciertos sectores.
En aquella columna mencioné que México había firmado al menos 21 tratados internacionales para combatir el narcotráfico, muchos de los cuales siguen vigentes. Entre ellos destacan la Convención Internacional del Opio (La Haya, 1912), la Convención para la supresión del tráfico ilícito de drogas nocivas (Ginebra, 1936), la Convención Única de Estupefacientes (Nueva York, 1961) y la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas (1990). A estos se suman acuerdos bilaterales, como el firmado con Estados Unidos en 1990 y con Uruguay en 1996. Sin embargo, la actualización de este panorama en 2025 revela que, a pesar de la proliferación de tratados, la cooperación internacional ha sido insuficiente para frenar el problema.
La Cumbre de Cancún de 2011, que mencioné en 2021, resultó en la Declaración México, con ocho puntos para combatir el narcotráfico, pero sus resultados prácticos han sido mínimos. La producción y tráfico de drogas, especialmente de fentanilo, han crecido exponencialmente, y México se ha convertido en un epicentro de la crisis de opioides en Norteamérica. Según reportes recientes, México es el principal proveedor de fentanilo a Estados Unidos, donde las muertes por sobredosis han alcanzado niveles récord, superando las 100,000 al año.
La lista de drogas traficadas que mencioné en 2021 —cocaína, marihuana, heroína, LSD, anfetaminas, Polvo de Ángel y barbitúricos— se ha ampliado con la irrupción de las drogas sintéticas, especialmente el fentanilo y las metanfetaminas. El fentanilo, en particular, ha transformado el panorama del narcotráfico. Su alta potencia, bajo costo de producción y facilidad de transporte lo han convertido en el producto estrella de los cárteles, que lo producen en laboratorios clandestinos en estados como Sinaloa, Jalisco y Michoacán. Este cambio ha hecho que la “guerra contra las drogas” sea aún más difícil de ganar, ya que las drogas sintéticas no dependen de cultivos extensos ni de largas cadenas de producción, como la marihuana o la amapola.
Así las cosas, el narcotráfico en México no es un problema nuevo, sino un mal crónico que ha evolucionado y se ha adaptado a los tiempos modernos. Los tratados internacionales, las cumbres y las políticas públicas han sido, en gran medida, pura letra muerta, como titulé mi columna en 2021. La guerra contra las drogas ha costado a México miles de millones de pesos y, más importante aún, cientos de miles de vidas, entre víctimas de la violencia y aquellos atrapados en el ciclo de la adicción. La hipocresía de quienes gobiernan persiste: mientras se firman tratados y se anuncian estrategias, los cárteles siguen operando con impunidad, infiltrándose en las instituciones y aprovechándose de la corrupción sistémica. La legalización de la marihuana, aunque un paso en la dirección correcta, no ha sido la panacea que muchos esperaban, y la emergencia del fentanilo ha complicado aún más el panorama. Si queremos una solución definitiva, necesitamos ir más allá de los discursos y los tratados, atacando las raíces del problema: la pobreza, la desigualdad y la corrupción que alimentan al narcotráfico desde hace más de un siglo.