EL INFLUENCER QUE VIVIÓ Y MURIÓ BAJO LA SOMBRA DEL NARCO
CINTARAZOS
Por Guillermo Cinta Flores
Lunes 18 de agosto de 2025
Camilo Ochoa Delgado, conocido como “El Alucín”, no era un influencer cualquiera. Con cientos de miles de seguidores en YouTube, TikTok e Instagram, su carisma y sus relatos crudos sobre su pasado como presunto sicario del Cártel de Sinaloa lo convirtieron en una figura magnética. Hijo de un empresario exitoso, Ochoa narraba desde su secuestro por Los Zetas en 2004 hasta su rol como jefe de plaza en Mazatlán, combinando historias de violencia con advertencias sobre los peligros del crimen organizado. Su contenido, salpicado de lujos como joyas y mascotas exóticas, fascinaba a una audiencia atraída por el morbo del mundo narco, pero también lo colocaba en una posición vulnerable en un México donde la línea entre la fama y el peligro es difusa.
El pasado 16 de agosto, la vida de Ochoa terminó trágicamente en Temixco, Morelos, cuando fue asesinado a balazos. Horas antes, en una transmisión en vivo, mostraba la ropa que usaría ese día, la misma con la que lo encontraron sin vida. Su muerte no fue un hecho aislado: se inscribe en una ola de violencia contra influencers y músicos en México, muchos de ellos señalados por supuestos vínculos con el crimen organizado. En enero de 2025, volantes en Culiacán acusaron a Ochoa y a figuras como Peso Pluma y Markitos Toys de colaborar con “Los Chapitos”, la facción del Cártel de Sinaloa liderada por Iván Archivaldo Guzmán. Al menos seis de los mencionados en esos volantes han sido asesinados, lo que sugiere un ajuste de cuentas entre grupos rivales como “La Mayiza”.
La cobertura mediática de su asesinato fue abrumadora, no solo por su popularidad, sino porque representa un fenómeno cultural más amplio: la fascinación por el narcotráfico en la era digital. Series, narcocorridos y redes sociales han normalizado la figura del narco como antihéroe, y Ochoa encarnaba esa dualidad. Sus videos, donde hablaba sin filtros de su pasado criminal y su supuesta redención, generaban tanto admiración como críticas por glorificar un estilo de vida violento. Los medios aprovecharon esta narrativa, convirtiendo su muerte en un símbolo de los riesgos que enfrentan los creadores de contenido que tocan temas sensibles en un país asediado por el crimen organizado.
Aunque Ochoa admitió haber sido sicario hasta 2014 y colaborado con la Secretaría de Marina contra facciones rivales, no hay evidencia pública concluyente de que siguiera activo en el Cártel de Sinaloa al momento de su muerte. Sin embargo, los volantes de Culiacán y su propio temor expresado en redes sociales, donde mencionó amenazas de “La Mayiza”, sugieren que su pasado lo mantenía en el radar de grupos criminales. Esta ambigüedad alimentó especulaciones: ¿era un influencer que pagó el precio de su exposición pública, o seguía siendo un peón en el tablero del narco? La falta de detenciones en su caso deja estas preguntas sin respuesta.
El caso de Ochoa también pone en evidencia el poder de las redes sociales para amplificar historias que, en otros tiempos, habrían quedado confinadas a los círculos del crimen. Su capacidad para conectar con una audiencia joven, combinada con la exhibición de lujos y un discurso de redención, lo convirtió en una figura polarizante. Para algunos, era un ejemplo de alguien que buscaba dejar atrás su pasado; para otros, un símbolo de cómo el narco permea la cultura popular. Su muerte, cubierta ampliamente por medios nacionales e internacionales, no solo refleja la violencia en México, sino también la delgada línea que separa la fama digital del peligro real.
En un país donde el crimen organizado dicta tantas narrativas, la historia de Camilo Ochoa es un recordatorio de que nadie escapa del todo a su pasado. Su legado, si puede llamarse así, es una advertencia: las redes sociales pueden darte una plataforma, pero también un blanco en la espalda. Mientras México siga atrapado en esta danza macabra entre violencia y espectáculo, figuras como “El Alucín” seguirán emergiendo, cautivando audiencias y pagando, a veces, el precio más alto por su visibilidad.