El Mil Usos del caos: dos semanas de explosiones, inundaciones y embotellamientos en la CDMX
La Ciudad de México, antaño un imán de oportunidades como se satirizaba en la película “El Mil Usos” (1981), hoy parece un laberinto de riesgos y frustraciones cotidianas. En las últimas dos semanas, del 29 de agosto al 12 de septiembre de 2025, la capital ha sido escenario de incidentes que evidencian el creciente deterioro en la infraestructura y la seguridad vial, minando las garantías básicas para sus habitantes.
El colofón fue la tragedia del pasado 10 de septiembre en Iztapalapa, donde una pipa de gas LP con 49,500 litros volcó en el Puente de la Concordia, provocó una explosión e incendio que dejó al menos ocho muertos —incluyendo a una estudiante de la UNAM— y 94 heridos, muchos en estado grave, con quemaduras que afectan hasta el 90 por ciento del cuerpo en algunos casos. La onda expansiva calcinó 28 vehículos y dañó viviendas cercanas, obligando a evacuaciones y cierres viales prolongados en Calzada Ignacio Zaragoza y la Autopista México-Puebla. Autoridades como la jefa de Gobierno, Clara Brugada, atribuyeron el accidente preliminarmente a exceso de velocidad, pero peritajes de la Fiscalía General de Justicia de la CDMX (FGJCDMX) y la Agencia de Seguridad, Energía y Ambiente (ASEA) investigan fallas en la póliza de seguro de la empresa Transportadora Silza —vencida desde junio— y posibles baches en la vía que contribuyeron a la volcadura.
Esta no fue una anomalía aislada; la Autopista México-Puebla, un corredor crítico para el transporte de carga, acumuló al menos ocho accidentes de pipas en 2025, con nueve muertos y más de 70 heridos hasta septiembre, incluyendo un vuelco similar el 9 de septiembre en Ixtapaluca que generó congestión masiva sin fugas reportadas, pero con cierres totales en el kilómetro 39. En la misma semana, el 10 de septiembre por la mañana, un choque de ambulancia en la México-Querétaro dejó dos muertos y nueve heridos cerca de Tepotzotlán, con cierre parcial de la vía y un operativo de la Guardia Nacional que prolongó el caos vial. Estos eventos subrayan la vulnerabilidad de las arterias principales, donde el tráfico de sustancias inflamables se cruza con un mantenimiento deficiente: baches profundos y hundimientos del suelo que, según reportes, han duplicado los socavones en 2025 a 164 casos, con Gustavo A. Madero como epicentro de 44 colapsos. La combinación de imprudencia al volante, falta de regulación estricta y vías en mal estado transforma desplazamientos rutinarios en potenciales catástrofes, erosionando la confianza en un sistema que debería proteger, no amenazar.
Sumando a las tragedias viales, las lluvias de finales de agosto y principios de septiembre han exacerbado el colapso hidráulico de la ciudad. El 1 de septiembre, intensas precipitaciones inundaron el sur de la CDMX, con un árbol caído en Río Churubusco que bloqueó carriles centrales y generó tráfico pesado en Periférico Sur, Jardines del Pedregal y Avenida Revolución; encharcamientos alcanzaron hasta 50 cm en Antonio Caso y Circuito Interior, dejando coches varados y peatones con movilidad restringida. Dos días después, el 3 de septiembre, un aguacero matutino provocó anegaciones en Iztacalco y en la colonia Hipódromo, donde un autobús de transporte público quedó atrapado en un encharcamiento profundo. Estos incidentes, recurrentes en la temporada de lluvias, revelan un drenaje obsoleto —con más de 40 por ciento de la red envejecida— y un desasolve insuficiente, que no solo paraliza el tránsito sino que pone en riesgo la integridad de vehículos y personas. En el contexto urbano, donde el 82 por ciento de los usuarios del transporte público transbordan al menos una vez, estos bloqueos por agua convierten un trayecto promedio de 88 minutos en una odisea impredecible, agravada por la falta de rutas alternas efectivas.
El transporte público, pilar para millones de capitalinos, opera en condiciones precarias que roban horas productivas y generan fatiga crónica. En el Metro CDMX, fallas constantes como inundaciones en la Línea A el 2 de septiembre —con trenes detenidos por 30 minutos— y suspensiones en la Línea 9 por averías técnicas han elevado el tiempo de espera promedio a 11-20 minutos en horas pico, extendiendo viajes diarios a más de 90 minutos para el 40 por ciento de usuarios que perciben el sistema como ineficiente. El Metrobús y trolebuses enfrentan retrasos similares: el 6 de septiembre, una marcha de transportistas en Cuauhtémoc generó desvíos que colapsaron avenidas como Reforma, mientras que el 10 de septiembre, la explosión en Iztapalapa suspendió el servicio en la estación Santa Marta, afectando a miles. La flota de autobuses, con una edad promedio de 15 años —lejos de los 10 recomendados—, suma a esto inseguridad y hacinamiento, donde el 30 por ciento de los viajeros pasa hasta dos horas diarias. Estas “horas hombre” perdidas —estimadas en millones colectivamente— no solo diluyen el desarrollo personal y económico, sino que fomentan estrés y desigualdad, ya que los más vulnerables dependen de un sistema que prioriza la supervivencia sobre la dignidad.
Los embotellamientos y bloqueos, impulsados por manifestaciones y fallas estructurales, han sido el pan de cada día. El 20 de agosto, siete bloqueos programados —incluyendo Avenida Insurgentes Sur en Ciudad Universitaria y Plaza de la Constitución— colapsaron el centro, sumados a quincena y lluvias que generaron encharcamientos en Xochimilco. El 26 de agosto, 13 cierres en Cuauhtémoc y Gustavo A. Madero por marchas policiales y transportistas paralizaron el Monumento a la Revolución y Avenida Fray Servando Teresa de Mier, con desvíos que extendieron tiempos de traslado hasta en 50%. Aunque la megamarcha de transportistas del 1 de septiembre se canceló tras diálogo con autoridades, el evento previo del 25 de agosto —con cierres en Avenida México y Canal de Miramontes— dejó un saldo de caos vial que se repitió el 2 de septiembre con 13 bloqueos más. Estos no son solo inconvenientes; representan una pérdida colectiva de productividad, donde el tráfico pesado en accesos como México-Puebla o México-Querétaro obliga a desvíos de hasta 2 horas, exacerbando la contaminación y el desgaste vehicular en una metrópoli donde el 60 por ciento de la población depende de vías saturadas.
La inseguridad y el ambulantaje descontrolado completan un panorama de ciudad ingobernable. En el último mes, reportes de asaltos en transporte público —como en el Metro durante fallas— y robos en embotellamientos han aumentado, con el 40 por ciento de usuarios citando inseguridad como principal queja. El 31 de agosto, durante el Maratón CDMX, dos atletas en sillas de ruedas cayeron en un bache no revisado en el trazado, simbolizando negligencia en eventos masivos. El ambulantaje, que ocupa banquetas y genera desorden en avenidas como Insurgentes, complica peatones y ciclistas, mientras la gentrificación en zonas como Roma y Condesa desplaza a residentes sin mitigar el caos. Estos elementos, desde baches que “duplican” riesgos hasta un drenaje colapsado, ilustran cómo la CDMX ha perdido su promesa de progreso, convirtiéndose en un espacio donde el desarrollo individual se ve truncado por un entorno hostil.
En resumen, estas dos semanas reflejan un ciclo vicioso: accidentes fatales por vías defectuosas, inundaciones por infraestructura obsoleta, transporte ineficiente que devora horas y bloqueos que paralizan la urbe. La capital, con 22 millones de habitantes, demanda no solo respuestas reactivas —como apoyos de emergencia por 100,000 pesos a víctimas de la explosión—, sino una inversión profunda en mantenimiento y regulación para restaurar garantías mínimas de habitabilidad y movilidad. Ya lo decía la canción de “El Mil Usos”: “Ya no vengan para acá, mejor quédense allá, el Distrito Federal (hoy CDMX) no es, no es ciudad para habitar”.