SOMBRAS ETERNAS: EL CORAJE HERIDO DE PADRES EN BUSCA DE JUSTICIA
CINTARAZOS
Por Guillermo Cinta Flores
Lunes 22 de septiembre de 2025
En el primer capítulo de “Debanhi: ¿Quién mató a nuestra hija?”, la serie documental de HBO Max que estalló en mi pantalla como un puñetazo al estómago, el rostro de Mario Escobar y Dolores Bazaldúa se convierte en un espejo roto de todo padre que ha tocado el abismo. Su hija, Debanhi, de apenas 18 años, desapareció en abril de 2022 en las afueras de Monterrey, y en ese instante, el mundo de ellos se contrajo a un nudo de sufrimiento puro, ese que no se deshace con el tiempo sino que se enreda más, como raíces en tierra árida.
Verlos narrar el inicio de la pesadilla —esa llamada que no llega, el silencio que devora— evoca no solo su duelo, sino el de miles de familias mexicanas que han visto evaporarse a un ser querido en las garras de la impunidad. Es un dolor que trasciende lo personal: es la herida colectiva de una sociedad donde la ausencia se convierte en un fantasma eterno, acechando en cada sombra de la noche.
La angustia de la búsqueda es un monstruo que devora horas, días, vidas enteras. Imaginen a Mario y Dolores, armados solo con fotos y un hilo de esperanza, recorriendo calles polvorientas de Nuevo León, interrogando testigos invisibles mientras el reloj marca un compás de pánico. En la serie, se palpa esa incertidumbre asfixiante: ¿está viva? ¿La vieron? Cada pista falsa es un latigazo, cada puerta cerrada un recordatorio de que el tiempo es el verdadero verdugo. No es solo esperar noticias; es habitar un limbo donde el corazón late en falso, donde el sueño se fragmenta en visiones de lo peor.
Y en México, donde las desapariciones suman más de 110 mil casos reportados, esa angustia se multiplica por mil, convirtiendo a padres comunes en náufragos de un mar de dudas, sin boyas ni salvavidas estatales.
Pero en medio de esa vorágine emerge el coraje, esa fuerza bruta que nace del amor herido y se transforma en espada. Los Escobar no se limitaron a llorar; contrataron investigadores privados, gastaron cientos de miles de pesos en drones, geolocalizadores y expertos forenses, labores que el Estado debería asumir con rigor y no con simulacro. En el documental, Mario relata cómo organizaron brigadas de búsqueda, cómo gritaron en conferencias para que el país no olvidara, un acto de valentía que roza la heroicidad cotidiana. Ese coraje no es rimbombante; es el de levantarse cada mañana con el peso de una cruz invisible, de desafiar al olvido colectivo.
Miles de padres en México han emulado esto: desde Ayotzinapa hasta los Colectivos de Búsqueda, son guerreros sin armadura, impulsados por un fuego que la indiferencia oficial no logra apagar.
La impotencia, sin embargo, es el veneno más corrosivo de esta tragedia. Ver a agentes de la Fiscalía General de Nuevo León —esos “agentes simuladores”, como los llaman con amarga ironía— arrastrar los pies, ignorar evidencias o filtrar información a la prensa en lugar de avanzar, es un puñetazo a la dignidad humana. En la serie, los padres describen reuniones donde sus preguntas rebotan como pelotas en una pared de burocracia, donde promesas de “avances” se evaporan como humo. Esa impotencia no es pasiva; quema por dentro, recordándoles que el Estado, al que pagan impuestos y juran lealtad, los abandona en su hora más oscura. Es el grito sordo de “¿por qué nosotros solos?”, un eco que resuena en cortes de justicia saturadas y en archivos polvorientos de casos sin resolver.
La frustración se entreteje con el agotamiento financiero y emocional, un ciclo vicioso que drena hasta el último aliento. Gastar fortunas en peritajes independientes mientras la investigación oficial patina en lentitud es una burla cruel al sueño americano que México nunca fue. Dolores, en el primer episodio, habla de noches en vela, de cómo el duelo se mezcla con la rabia de ver a su hija reducida a un expediente más en una pila interminable. Esa frustración no es solo ira; es el peso de saber que el dinero no compra justicia, solo pospone la rendición. Para miles de familias humildes, sin recursos para “investigar” por su cuenta, esta realidad es aún más devastadora: la desaparición no solo roba a un hijo, sino que condena a los padres a una pobreza doble, material y espiritual.
Al final, esta historia de Debanhi no es solo de los Escobar; es un himno doliente por todos los padres que han perdido pedazos de alma en el laberinto de la desaparición. La serie nos confronta con una verdad incómoda: en México, la búsqueda de la verdad es un deporte extremo reservado a los valientes, mientras el Estado mira para otro lado. Pero en ese coraje compartido late una esperanza terca, un llamado a que la indignación colectiva se convierta en presión imparable.
Que “Debanhi: ¿Quién mató a nuestra hija?” no sea solo un documental, sino un catalizador para que miles de voces unidas exijan lo que es suyo: respuestas, justicia, y el derecho a enterrar a sus muertos con dignidad. Porque en el eco de su sufrimiento, late el pulso de una nación que, algún día, podría sanar.