LA PROPAGANDA: EL ARTE OSCURO DE LOS TIRANOS Y SU ECO EN MÉXICO
CINTARAZOS
Por Guillermo Cinta Flores
Miércoles 24 de septiembre de 2025
En la historia universal, la propaganda ha sido el arma invisible de los grandes tiranos, un mecanismo para moldear realidades y someter voluntades. Desde los faraones egipcios que divinificaban a sus reyes hasta los dictadores del siglo XX, esta herramienta ha evolucionado de inscripciones en piedra a campañas multimedia masivas. Hitler, Stalin y Mussolini, entre otros, la elevaron a una ciencia siniestra, dividiéndola en etapas calculadas para erosionar la verdad y forjar lealtades ciegas.
En México, tierra de revoluciones y caudillos, la propaganda no es un vestigio lejano: ha permeado desde el porfiriato hasta los sexenios modernos, posicionando narrativas oficiales que alcanzaron picos obscenos en el periodo 2018-2024 y persisten hoy para sostener el poder en turno.
La primera etapa de la propaganda tiránica es el monopolio de la información, donde el régimen apresa los medios para silenciar disidencias y amplificar su voz. Joseph Goebbels, ministro nazi de Propaganda, centralizó radio, prensa y cine bajo el control estatal, asegurando que solo fluyera la versión oficial del Reich. Stalin, en la URSS, purgó editores y periodistas, reemplazándolos con fieles que glorificaban el “hombre de acero” mientras ocultaban hambrunas y gulags. Mussolini, con su “fascismo integral”, usó el Istituto Luce para filmar desfiles grandiosos que proyectaban Italia como un imperio renacido. Esta fase no solo informa, sino que redefine la realidad: lo que no se dice, no existe.
Sigue la construcción del culto a la personalidad, etapa en la que el tirano se transfigura en salvador infalible. Hitler se presentó como el Führer providencial, con posters y discursos que lo retrataban como un mesías ario, manipulando incluso su imagen física para aparentar vigor eterno. Stalin, maestro de la iconografía, ordenó retratos omnipresentes que lo mostraban como padre benevolente, borrando rivales como Trotsky de las fotos históricas mediante airbrushing. Mussolini, el “Duce”, posaba en uniformes teatrales para encarnar la virilidad romana, usando arquitectura y eventos masivos para inmortalizar su efigie. Aquí, la repetición obsesiva —”el Duce siempre tiene razón”— lava cerebros, convirtiendo al líder en deidad intocable.
La tercera fase acelera con la demonización de enemigos internos y externos, simplificando complejidades en binarios de “nosotros contra ellos”. Los nazis culparon a judíos y comunistas de todos los males, desde la derrota en la Gran Guerra hasta la crisis económica, justificando el Holocausto con mentiras repetidas hasta volverse “verdad”. Stalin etiquetó a “kulaks” y “traidores” como saboteadores, lanzando purgas que devoraron millones bajo el pretexto de pureza proletaria. Mussolini revivió odios anticoloniales contra Etiopía y Albania, pintando guerras de conquista como gestas heroicas. Esta táctica emocional —miedo y orgullo— une a las masas en un frenesí tribal, donde cuestionar es traicionar.
México, con su herencia priísta, ha bebido de estas aguas tóxicas desde el siglo XX. Durante el largo dominio del PRI (1929-2000), la propaganda se institucionalizó en el “Departamento de Prensa y Publicidad”, controlando sindicatos, escuelas y radio para glorificar presidentes como Cárdenas o Echeverría como arquitectos de la “revolución institucionalizada”. En el sexenio de Peña Nieto (2012-2018), escándalos de corrupción como la “Casa Blanca” se diluyeron en campañas publicitarias millonarias que vendían modernidad y estabilidad, mientras medios afines minimizaban la violencia.
Pero fue en el periodo de López Obrador (2018-2024) donde la propaganda alcanzó una escala digital y matutina sin precedentes: las “mañaneras” devinieron púlpitos diarios para narrativas antiélite, con un gasto en publicidad oficial que superó los 20 mil millones de pesos, según reportes independientes, enfocados en repeticiones de “transformación” y enemigos como “fifís” o la prensa “conservadora”.
Hoy, bajo Claudia Sheinbaum, esa narrativa no solo persiste, sino que se adapta a amenazas globales, como acusaciones de “propaganda extranjera” para deslegitimar críticas o amparos judiciales contra familiares del expresidente. La actual administración defiende logros económicos con datos selectivos, evocando ecos stalinistas de omisión, mientras las redes sociales amplifican el culto al “proyecto de las cuatro transformaciones”. Como en los tiranos clásicos, esta propaganda no es mera retórica: sostiene un poder que, al erosionar checks and balances, amenaza la democracia misma.
En última instancia, la propaganda prospera en la apatía, pero la historia juzga a sus arquitectos. De Goebbels en Núremberg a las conferencias palaciegas en México, el patrón es idéntico: etapas que escalan de control a culto y scapegoating, hasta que la verdad emerge de las ruinas. México, en su encrucijada de 2025, debe elegir: ¿repetir el guion tiránico o desmantelarlo? La respuesta no está en narrativas oficiales, sino en la memoria colectiva que recuerda que los grandes tiranos cayeron no por falta de megáfonos, sino por la erosión inevitable de sus mentiras.