EL TRONO DEL EGO: EL SÍNDROME DE HUBRIS Y SUS FANTASMAS AUTORITARIOS
ANÁLISIS
Por Regina M. Cinta Becerril
Sábado 18 de octubre de 2025
Imagina un veneno invisible que se filtra en las venas del poder: no es arsénico ni cianuro, sino el Síndrome de Hubris, esa patología del alma que transforma líderes prometedores en tiranos de sí mismos. Descubierto por el psiquiatra Jonathan Davidson y el exdiplomático David Owen, este trastorno no figura en los manuales psiquiátricos oficiales, pero su rastro sangriento salpica la historia como un maleficio griego. Surge cuando el éxito y el mando absoluto erosionan la humildad, convirtiendo al gobernante en un dios menor que desprecia a mortales indignos.
En un mundo donde el ego se infla como un globo de helio, el Hubris no es solo un defecto; es una epidemia que devora naciones enteras, recordándonos que el verdadero peligro no está en los enemigos externos, sino en el espejo del palacio presidencial.
Desglosemos sus garras más afiladas, esos 14 criterios que Owen y Davidson esbozaron como un bisturí en la psique del poder.
Primero, la confianza excesiva que roza la megalomanía, donde el líder se ve como el arquitecto infalible del destino.
Segundo, el desprecio por los consejos ajenos, un muro de arrogancia que aísla y condena a la soledad estratégica.
Tercero, la obsesión por la imagen propia, usando el Estado como escenario para glorificaciones personales, hablando en tercera persona como un emperador romano.
Cuarto, la impulsividad desbocada, decisiones imprudentes que ignoran costos humanos o económicos.
Quinto, la pérdida de empatía, un egocentrismo que borra las necesidades de los demás y fomenta un mesianismo delirante, donde el líder se erige como salvador absoluto.
Sexto, la convicción de impunidad, creyendo que la historia o los dioses lo absolverán de todo.
Y séptimo, la incompetencia disfrazada de genialidad, donde el exceso de poder nubla el juicio hasta el colapso inevitable.
Fuera de México, la historia rebosa de estos titiriteros del destino. En el siglo XX, Margaret Thatcher, la Dama de Hierro británica, encarnó el Hubris al transformar su gobierno en un altar personal, ignorando protestas masivas y alienando aliados con su rigidez mesiánica. George W. Bush, en la cima de su mandato post-11S, invadió Irak con una fe ciega en su “misión divina”, despreciando inteligencia contradictoria y dejando un legado de caos. Tony Blair, su compinche transatlántico, siguió el guion: de idealista laborista a cruzado imperial, su alianza en la guerra lo aisló en un búnker de autojustificación.
Más atrás, Napoleón Bonaparte, el corso que se coronó emperador, ilustra el clásico: de general brillante a conquistador hubrítico cuya invasión a Rusia selló su caída, un recordatorio de que el poder absoluto corrompe, pero el Hubris lo acelera.
En México, el síndrome ha sido un huésped recurrente, tejiendo dictaduras disfrazadas de progreso. Porfirio Díaz, el artífice del Porfiriato, gobernó tres décadas con mano de terciopelo y puño de hierro: su confianza desmedida en el “orden y progreso” lo cegó ante la miseria campesina, usando el Estado para su glorificación mientras vendía el país a extranjeros, hasta que la Revolución de 1910 lo exilió en París, murmurando sobre traiciones imaginarias. En épocas más cercanas, Andrés Manuel López Obrador ha sido señalado por analistas como un caso paradigmático: su rechazo visceral a críticas, el culto a la personalidad en mañaneras eternas y la convicción de rectitud moral absoluta, donde opositores son “conservadores” y el poder, un manto divino que no rinde cuentas.
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Como Santa Anna en el XIX, que perdió medio territorio nacional por su arrogancia caprichosa, estos líderes mexicanos demuestran que el Hubris no respeta fronteras ideológicas: decaen en el mismo abismo de aislamiento y ruina.
Al final, el Síndrome de Hubris no es solo una dolencia individual; es el virus de las democracias frágiles, donde el antídoto radica en límites feroces al poder y en recordatorios constantes de que ningún trono es eterno. Si los líderes se miran al espejo antes de decidir, quizás eviten convertirse en sus propios verdugos.
Pero mientras el ego susurre promesas de inmortalidad, la historia seguirá cobrando su peaje con revoluciones y exilios. México, con su rosario de caudillos hubríticos, debería grabar en piedra: el poder no eleva al hombre, lo deshumaniza. Y en esa deshumanización, todos perdemos.