El reinado del robo: las raíces de un delito que nos asfixia
LA CRÓNICA DE MORELOS
Jueves 13 de noviembre de 2025
En las calles de nuestras ciudades, el robo se erige como el monarca indiscutible de la criminalidad, un espectro que devora bienes materiales y carcome la confianza en el tejido social. Décadas de datos, desde informes oficiales hasta encuestas de victimización, confirman lo que muchos sentimos en carne propia: los delitos patrimoniales, con el robo en sus múltiples facetas —desde el asalto callejero hasta el hurto en domicilios o vehículos—, lideran la incidencia delictiva con una ferocidad que genera parálisis colectiva.
No es casualidad; es el resultado de un cóctel explosivo de desigualdad y desidia institucional que propicia su proliferación. Mientras las víctimas quedan expuestas a la indefensión, las autoridades municipales, primer frente de batalla, llegan siempre con el eco de las sirenas demasiado lejano, perpetuando un ciclo de impunidad que alimenta al depredador urbano.
La pobreza y la desigualdad económica son los abonadores primordiales de este reinado delictivo. En un país donde el abismo entre ricos y pobres se ensancha como grieta tectónica, el robo se convierte en la vía expedita para sobrevivir en la marginalidad. Jóvenes sin oportunidades laborales, familias desamparadas por la inflación galopante y la precariedad informal, ven en el acto delictivo no un pecado moral, sino una respuesta pragmática a la exclusión sistemática.
Estadísticas del INEGI revelan que en zonas de alta marginación, los reportes de robo se disparan hasta un 40 por ciento por encima de la media nacional, ilustrando cómo la falta de acceso a educación y empleo transforma a potenciales ciudadanos productivos en sombras errantes que acechan en la penumbra de la necesidad.
Sin redistribución efectiva de la riqueza, el robo no es anomalía, sino síntoma de un modelo económico que condena a millones a la depredación cotidiana. A esta ecuación se suma la fragilidad endémica de nuestras instituciones de justicia y seguridad, un coloso de pies de barro que invita al crimen a danzar sin temor. La corrupción rampante en cuerpos policiales, donde el soborno es moneda corriente y la capacitación un lujo olvidado, erosiona la capacidad de prevención y respuesta.
Las policías municipales, subfinanciadas y desbordadas, operan con recursos obsoletos: patrullas averiadas, armamento insuficiente y una burocracia que ahoga cualquier iniciativa proactiva. El resultado es predecible: tasas de resolución inferiores al 10 por ciento para robos, según datos de la Fiscalía General, lo que genera un sentimiento de impunidad que actúa como fertilizante para el delito. ¿Por qué esforzarse en planear un atraco si la probabilidad de captura es un susurro remoto? Esta debilidad no es accidental; es el reflejo de prioridades políticas torcidas, donde el clientelismo devora presupuestos destinados a blindar la ciudadanía.
No menos cruciales son los factores sociales y culturales que normalizan el robo como rito de paso en comunidades fracturadas. La glorificación de la vida fácil en narrativas populares —desde corridos de narco hasta redes sociales que exhiben botines relucientes— siembra en mentes vulnerables la semilla de la transgresión como atajo al estatus.
A ello se añade el flagelo de las adicciones, impulsadas por el tráfico de sustancias que inunda barrios enteros, convirtiendo a adictos en ejecutores involuntarios de hurtos desesperados para financiar su vicio.
La desintegración familiar, agravada por migraciones forzadas y violencia doméstica, deja a generaciones enteras sin anclas éticas, propensas a ver el ajeno como presa legítima. En este caldo de cultivo, el robo trasciende lo individual para convertirse en expresión colectiva de un descontento social que clama por intervenciones integrales, más allá de la mera represión.
Frente a este panorama, urge un replanteamiento radical: no bastan más cámaras o leyes punitivas; se requiere un pacto social que ataque las raíces, desde programas de inclusión económica hasta reformas que fortalezcan la rendición de cuentas en seguridad.
El robo no es invencible; es el espejo de nuestras omisiones. Si no actuamos con visión de largo plazo, seguiremos condenados a una inseguridad que no solo roba carteras, sino almas enteras, dejando a la sociedad en un limbo de miedo perpetuo. La hora de documentar ha pasado; es tiempo de transformar datos en acción, antes de que el rey del delito corone a más víctimas en su trono de sombras.
