CALLES EN REBELDÍA: CUANDO EL HAMBRE VENDE EN CUERNAVACA
CINTARAZOS
Por Guillermo Cinta Flores
Martes 21 de octubre de 2025
En las venas de Cuernavaca late un pulso irregular, el de miles de almas que convierten banquetas en mesas de supervivencia. Este lunes, el secretario del Ayuntamiento, Óscar Armando Cano Mondragón, lo dijo sin rodeos: solo 1,200 vendedores ambulantes portan un permiso municipal vigente, mientras la mayoría navega en la ilegalidad como un río desbordado.
No es solo un dato estadístico; es el grito de una ciudad que se ahoga en su propia informalidad. ¿Cuántos más? Estimaciones susurran cifras cercanas a los 3,000, un ejército de carritos y mantas que desafía las ordenanzas urbanas. Pero detrás de cada puesto hay una historia: no de delincuencia, sino de necesidad crónica en un Morelos donde el empleo formal es un espejismo.
Esta brecha entre lo legal y lo real no es casualidad, sino el eco de una “changarrización” que devora el tejido social. Por un lado, los astutos que multiplican espacios —de La Placita al corazón del centro histórico, ocupando colonias enteras con redes de proveedores y carritos blindados contra operativos— representan el lado emprendedor, aunque desleal, del ambulantaje. Generan competencia feroz a los comercios fijos, obstruyen peatones y vialidades, y roban el encanto turístico de nuestra eterna primavera. Cano Mondragón lo advierte: los retiros se avecinan, y con razón. Sin embargo, culpar solo a estos “conquistadores” del asfalto ignora el verdadero drama: una economía depauperada que empuja a la gente a las calles, no por vicio, sino por vacío.
En el otro extremo del espectro, brillan las sombras de la pobreza absoluta. Madres solteras con infusiones caseras en una caja de fruta, jornaleros sin chamba fija vendiendo calcetines en semáforos, o migrantes que cruzan fronteras solo para cruzar banquetas. Para ellos, el permiso no es opción; es un lujo que cuesta más que el salario diario, agravado por el 75% de alza en tarifas este 2025. El espacio público se convierte en refugio, no en crimen: un antojito caliente contra el hambre infantil, una prenda usada contra el frío de la noche.
Aquí radica la hipocresía municipal: regularizar con descuentos suena noble, pero sin microcréditos reales o ferias itinerantes dignas, es como ofrecer paraguas en un huracán. La informalidad no invade; sobrevive.Y conforme el reloj avanza, esta marea informal solo sube. La inflación galopante, el estancamiento postpandemia y la ausencia de políticas que generen empleos verdes o capacitaciones accesibles engrosan las filas. De 1,600 censados en 2024, saltamos a proyecciones de 3,000 en 2025, un crecimiento que no cesa.
La “changarrización” —ese eufemismo para la economía de changarros precarios— se alimenta de la depauperación morelense: turismo estancado, agricultura en crisis y una juventud sin horizontes. Cuernavaca, joya de Morelos, no puede seguir siendo un museo al aire libre de la desigualdad. Exigimos operativos, sí, pero con corazón: reubicaciones en mercados modulares, subsidios para formalizarse y un diálogo que no vea al ambulante como plaga, sino como vecino en apuros.
Al final, esta rebelión callejera nos interpela a todos: ¿qué Cuernavaca queremos? Una de vitrinas impecables y peatones libres, o una que abrace su diversidad sin romanticismos ni rigideces? Cano Mondragón tiene razón en apretar las tuercas, pero sin un plan integral —educación financiera, alianzas con ONGs y un fondo para la transición laboral—, los 1,200 permisos serán gotas en un océano de desesperación. Es hora de que el Ayuntamiento no solo cuente cabezas, sino que sane almas. Porque en estas calles, el verdadero desorden no es el carrito del tamalero; es la indiferencia que lo obliga a rodar.