El eco de los pasos que no vuelven
LA CRÓNICA DE MORELOS. Lunes 17 de marzo de 2025.
Por Regina M. Cinta Becerril
El aire huele a tierra húmeda y a flores marchitas. En el horizonte, el sol se derrama como yema de huevo sobre los cerros de Morelos, tiñendo de dorado un paisaje que, de tan bello, duele. Pero para ellas, las madres buscadoras, no hay amanecer que traiga consuelo. Sus días comienzan con el peso de una ausencia que no explica calendarios ni mapas, una ausencia que se clava como espina en el pecho y no deja de sangrar.
María Elena camina con el paso firme de quien ya no tiene nada que perder. Lleva un paliacate rojo atado a la cabeza, como si fuera una bandera de guerra, y en las manos un pico y una pala que han aprendido a ser extensiones de su cuerpo. Tiene 58 años, pero sus ojos parecen haber vivido mil vidas. Hace tres años, su hijo Javier desapareció en Cuernavaca, en una de esas noches en que la ciudad se traga a los suyos sin dejar rastro. “Se lo llevaron”, dice ella, con una certeza que no necesita pruebas. En Morelos, las desapariciones forzadas son un rumor que se cuenta en voz baja, como si nombrarlas en alto pudiera invocar más desgracia.
El calor aprieta y el sudor le resbala por la frente, pero María Elena no se detiene. Junto a ella van otras madres, un ejército de mujeres rotas que se han vuelto invencibles. Hay una que lleva una foto de su hija colgada al cuello, como un escapulario; otra carga una botella de agua y un rosario, como si la fe y la sed fueran lo único que la sostiene. Todas buscan en la tierra lo que les arrebataron: un pedazo de vida, un hueso, una señal. “Aquí no descansamos”, murmura una de ellas, mientras clava la pala en un terreno baldío cerca de Tepoztlán. El sonido del metal contra la piedra resuena como un lamento.
En Morelos, los cerros guardan historias que nadie quiere escuchar. Dicen que, en esas laderas, entre el aroma de los ocotes y el canto de las chicharras, hay fosas que susurran nombres. Las madres lo saben. Han aprendido a leer el lenguaje de las pistas invisibles: un zapato enterrado a medias, una camisa rasgada que el viento arrastró, un silencio que pesa demasiado. Cada hallazgo es un golpe y, a la vez, un alivio. “Si lo encuentro, aunque sea así, podré dormir”, dice María Elena, mientras sus manos tiemblan al apartar un montón de tierra.
Pero no es solo en Morelos donde la pesadilla se teje. En todo el país, desde los desiertos de Sonora hasta las selvas de Chiapas, las madres buscadoras recorren caminos polvorientos, enfrentan amenazas y desafían a los monstruos que habitan tanto en las sombras como en las oficinas con aire acondicionado. Son mujeres que han convertido el dolor en un grito que retumba, un eco que exige justicia donde solo hay burocracia y promesas vacías. En cada paso, llevan el recuerdo de sus hijos: el olor de su ropa, el sonido de su risa, la última vez que los vieron salir por la puerta.
A veces, el milagro ocurre. Una madre encuentra algo —un resto, una pista— y el llanto se mezcla con el alivio. Pero para la mayoría, la búsqueda es un purgatorio sin fin. María Elena lo sabe. “No me voy a rendir”, dice, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
El sol ya se esconde tras los cerros de Morelos, y la noche promete ser otra página en blanco en su historia. Sin embargo, mañana volverá. Con su pico, su pala y su paliacate rojo, porque mientras haya tierra que remover, habrá esperanza que sostener.