EL GATOPARDISMO MEXICANO: CAMBIAR TODO PARA QUE NADA CAMBIE
LA CRÓNICA DE MORELOS. Martes 1 de julio de 2025.
EDITORIAL
El gatopardismo, término acuñado por Giuseppe Tomasi di Lampedusa en su novela El Gatopardo, encapsula una de las paradojas más cínicas de la política: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Es la simulación del cambio, el arte de transformar la superficie —leyes, discursos, rostros en el poder— mientras se preservan las estructuras de privilegio, corrupción e ineficiencia.
En México, este fenómeno no es una curiosidad literaria, sino una práctica arraigada que permea nuestra vida pública, desde los pasillos del poder federal hasta los gobiernos locales. El gatopardismo es el disfraz que usan los políticos para prometer revoluciones mientras aseguran que el statu quo, con sus desigualdades y componendas, permanezca intacto.
En Morelos, el gatopardismo se pasea con descaro. Cambian los nombres de los partidos, los colores de las campañas, los discursos encendidos que juran “transformación”, pero los resultados son los mismos: obras públicas a medio terminar, promesas de seguridad que se diluyen en estadísticas maquilladas y funcionarios que, sin importar su bandera ideológica, parecen más interesados en el hueso que en el bien común. La simulación es la moneda de cambio. Se anuncian programas sociales con bombo y platillo, pero los recursos se esfuman en opacidad o en bolsillos ajenos.
Se habla de justicia, pero los mismos apellidos siguen rotando en el poder, como si la política fuera un club exclusivo donde los ciudadanos solo son espectadores. A nivel nacional, el panorama no es menos desolador. México ha visto pasar gobiernos de todos los colores, cada uno con su narrativa de ruptura: la alternancia, la transición democrática, la cuarta transformación. Sin embargo, el gatopardismo siempre encuentra la forma de colarse.
Las reformas se venden como históricas, pero los índices de pobreza, violencia y corrupción apenas se mueven. Los discursos de cambio son ensordecedores, pero las prácticas de siempre —el compadrazgo, el desvío de recursos, la impunidad— siguen siendo el pegamento que sostiene al sistema. Es como si los mexicanos fuéramos condenados a ver la misma obra de teatro, con diferentes actores pero el mismo guion. No es casualidad que el gatopardismo prospere en un país donde la memoria colectiva es frágil y la rendición de cuentas es una utopía.
Los políticos saben que el escándalo de hoy será olvidado mañana, que una nueva promesa tapará la traición de ayer. En Morelos, como en tantas partes de México, los ciudadanos se enfrentan a un dilema: seguir creyendo en las promesas de cambio o reconocer que el sistema está diseñado para perpetuarse. Cada elección es una invitación a la esperanza, pero también un recordatorio de que el gatopardismo no es solo una estrategia de los poderosos, sino una trampa en la que caemos todos al aceptar la simulación como normalidad.
Basta de aplaudir el teatro del cambio que no cambia nada. México, y Morelos en particular, no necesita más promesas rimbombantes ni funcionarios que desfilen con máscaras de redentores. Necesitamos romper el ciclo del gatopardismo con una ciudadanía que exija, que vigile, que no olvide. Porque mientras sigamos tolerando que todo “cambie” para que nada cambie, los únicos que ganan son los que siempre han ganado. Y nosotros, los de a pie, seguiremos pagando el precio de su farsa.