EL GRITO QUE LA OPULENCIA IGNORA
LA CRÓNICA DE MORELOS. Jueves 20 de marzo de 2025.
EDITORIAL
En México, hay un grito que no cesa, un eco de nombres que resuena en campos, montañas y fosas: los nombres de los desaparecidos. Hoy, en el rancho Izaguirre, ubicado en Teuchitlán, Jalisco, ese grito se volvió desgarrador. Madres y padres, con las manos curtidas de tanto buscar, llegaron con la esperanza de encontrar un rastro, una pista, algo que les devolviera a sus hijos, aunque fuera en forma de un hueso que pudieran llorarle. Pero lo que hallaron fue un terreno aplanado, manipulado, una escena alterada que les arrancó hasta la última chispa de ilusión.
“¡Está cambiado, lo barrieron todo!”, exclamaban, mientras otras voces se quebraban llamando a sus familiares, como si el viento pudiera devolverles una respuesta.
Llevan años así, algunos más de una década, caminando sobre la indiferencia, rascando la tierra con sus propios recursos, enfrentándose a amenazas y al silencio ensordecedor de un Estado que les ha fallado.
Más de 120 mil personas desaparecidas, según los registros oficiales, pero cada número es una vida, una familia destrozada, un padre o una madre que no descansa. En el rancho Izaguirre, donde el colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco destapó un campo de horror —restos óseos, hornos crematorios, cientos de pertenencias—, las autoridades habían pasado antes, en septiembre de 2024, y supuestamente “aseguraron” el lugar. Sin embargo, fueron estas familias, no el Estado, quienes revelaron la magnitud de la tragedia. Y hoy, al regresar, se toparon con la cruda evidencia de que incluso esa verdad les está siendo arrebatada.
Mientras tanto, quienes gobiernan este país se regodean en la opulencia.
Encerrados en sus palacios de poder, los de la autoproclamada 4T y toda la clase política en general —una bola de bandidos bien alimentados— disfrutan de exorbitantes recursos mensuales, de privilegios que les blindan de la realidad. Desde sus oficinas climatizadas y sus camionetas blindadas, no pueden ni podrán jamás ponerse en los zapatos de estas madres y padres. ¿Cómo podrían? Ellos no saben lo que es cargar un pico bajo el sol abrasador, dormir con el alma en vilo, o gritar un nombre que no responde.
No entienden el peso de la incertidumbre porque sus hijos duermen seguros, sus mesas están llenas y sus bolsillos rebosan con el dinero de un pueblo al que han traicionado.
El Estado mexicano les debe a estas familias más que palabras vacías o discursos de austeridad fingida; les debe acción, justicia, respuestas. Les debe la dignidad de no tener que suplicar por un pedazo de verdad mientras la élite política se lava las manos y sigue engordando su cinismo.
México está de luto, y ese luto pesa en los hombros de estas madres y padres que, a pesar de todo, no se rinden. Su fuerza es un testimonio de amor, pero también una condena a un sistema podrido, donde los de arriba viven como reyes y los de abajo excavan entre ruinas, buscando lo que el poder les niega. Que su clamor no sea silenciado por la indiferencia de esos que, desde sus torres, miran sin ver.