EL TEATRO DEL PODER: CASCOS, SOMBREROS Y SUBURBANS EN LA IMAGEN POLÍTICA
OPINIÓN
Por Guillermo Cinta Flores
Martes 1 de julio de 2025
El uso de cascos, chalecos y otros accesorios por parte de funcionarios al supervisar obras, incluso las más pequeñas, responde a una combinación de factores psicológicos, sociales y políticos que buscan proyectar una imagen específica.
En primer lugar, estos elementos son símbolos visibles de autoridad y compromiso con el trabajo. Al ponerse un casco o chaleco, el funcionario intenta transmitir que está “involucrado” directamente en la obra, proyectando una imagen de liderazgo activo y cercano al pueblo.
Esta práctica también aprovecha la percepción pública de que estos accesorios son propios de personas que realizan trabajos técnicos o de campo, lo que puede generar una conexión simbólica con la clase trabajadora, aunque la supervisión sea meramente protocolaria.
Tal comportamiento puede estar influenciado por el concepto psicológico de “gestión de la impresión” (impression management), donde los individuos manipulan su apariencia para influir en cómo son percibidos por otros.
Por otro lado, el uso de sombreros o la eliminación selectiva de la corbata mientras se mantiene el traje refleja un intento de equilibrar formalidad con accesibilidad. El sombrero, en particular, puede ser un guiño a la tradición cultural o a un arquetipo de liderazgo regional, especialmente en contextos donde este accesorio tiene un valor simbólico, como en ciertas regiones de México o América Latina. Al quitarse la corbata, el funcionario busca parecer menos rígido y más “del pueblo”, aunque conserve elementos de estatus como el traje.
Esta práctica también se alinea con la gestión de la impresión, específicamente con la estrategia de “humanización”, que busca reducir la distancia percibida entre el líder y la ciudadanía, aunque el gesto sea superficial y no refleje un cambio real en su comportamiento o prioridades.
El gusto por vehículos de alta gama, como camionetas Suburban, responde a una dinámica de estatus y poder. En términos psicológicos, estos vehículos no solo ofrecen comodidad y seguridad, sino que también son un símbolo de prestigio y autoridad. Poseer o usar una camioneta de lujo refuerza la percepción de éxito y dominio, tanto para el funcionario como para quienes lo observan.
Este fenómeno puede relacionarse con la teoría del “consumo conspicuo” de Thorstein Veblen, donde los bienes de lujo se utilizan para señalar estatus social. En el contexto político, estos vehículos también pueden ser vistos como una extensión de la autoridad institucional, proyectando una imagen de poder que legitima al funcionario frente a sus seguidores y adversarios. Desde la psicología, este conjunto de comportamientos puede enmarcarse bajo el término “gestión de la impresión”, como se mencionó anteriormente, un concepto desarrollado por Erving Goffman.
Este fenómeno describe cómo los individuos, especialmente en roles públicos, manipulan su apariencia, comportamiento y entorno para moldear las percepciones de su audiencia.
En el caso de los funcionarios, el uso de cascos, chalecos, sombreros y camionetas de lujo forma parte de un “teatro político” que busca reforzar su legitimidad, autoridad y cercanía con el público, aunque a menudo estas acciones carezcan de autenticidad o impacto real en su labor. Este comportamiento no solo responde a motivaciones personales, sino también a las expectativas culturales y sociales de los entornos en los que operan, donde la imagen pública es un componente clave de su influencia.
En conclusión, el uso de cascos, chalecos, sombreros y camionetas de lujo por parte de los funcionarios no es un simple capricho, sino una estrategia deliberada de gestión de la impresión que busca consolidar su imagen de autoridad, cercanía y estatus. Estos elementos, aunque simbólicos, reflejan dinámicas profundas de poder y percepción pública, donde la apariencia se convierte en una herramienta clave para mantener la legitimidad política. Sin embargo, esta teatralidad puede generar cuestionamientos sobre la autenticidad de sus acciones, especialmente cuando los gestos no se traducen en resultados concretos, dejando en evidencia la delgada línea entre la representación y la realidad en el ejercicio del poder.