EL TORO SIN BAJAR: ¿HACIA UNA TAUROMAQUIA SIN SANGRE?
OPINIÓN
Por Guillermo Cinta Flores
Viernes 14 de marzo de 2025
Nunca me han gustado las corridas de toros. Lo confieso: solo una vez pisé una plaza, y salí de ahí con el estómago revuelto y el corazón apretado. Lo que vi no fue arte, sino tortura. Recuerdo al toro, exhausto pero resistiendo, recibiendo una estocada final en el cerebro porque no se moría lo suficientemente rápido para el guion del espectáculo. Mi acompañante, un aficionado curtido, me explicó que los picadores y banderilleros “deben bajar” al toro —debilitarlo con picas y banderillas— para que el matador pueda lucirse en la faena. Y tenía razón: sin ese desgaste, el animal sería un titán imposible de domar con una simple muleta.
Pero entonces, ¿qué pasaría si los toreros enfrentaran a un toro “sin bajarlo”? Esa pregunta me rondó la cabeza, y hoy, con la nueva propuesta del gobierno de la Ciudad de México para reinventar las corridas, parece más pertinente que nunca.
El pasado 13 de marzo, la jefa de gobierno Clara Brugada anunció un giro radical: un “espectáculo taurino libre de violencia”. Nada de picas, banderillas ni espadas; solo capote y muleta, cuernos protegidos y un límite de 10 minutos por toro en el ruedo, tras lo cual el animal regresaría vivo a su ganadería. La idea es clara: eliminar el sufrimiento que a muchos, como a mí, nos repugna. Pero también plantea un desafío monumental para los toreros y una contradicción con la esencia misma de la tauromaquia tradicional.
“Bajar” al toro no es un capricho sádico; es una necesidad práctica. Las picas en el morrillo y las banderillas desgarran músculos y provocan sangrado, reduciendo la fuerza del animal y preparando el escenario para el matador. Sin eso, el toro llega a la faena en plenitud: un torbellino de cuernos y furia que no se doblega fácilmente. ¿Cómo lidiarlo entonces? La respuesta podría estar en una tauromaquia reinventada.
Imaginen un torero que, en lugar de someter por el dolor, esquive y guíe al toro con pura destreza física y técnica. Una danza de capote y muleta donde el animal no sea un adversario herido, sino un compañero intacto. Algo más cercano a las corridas portuguesas, donde el toro vive, o a una exhibición de doma.
Pero aquí viene la paradoja. La corrida tradicional es un ritual de sangre y muerte, un enfrentamiento donde el torero arriesga la vida y el toro la pierde. Sin debilitarlo, sin matarlo, ¿qué queda? Para los taurinos, esto es una afrenta: un toro “sin bajar” no encaja en su narrativa de valor y tragedia. Para ellos, la faena perdería su intensidad, su razón de ser. Sin embargo, desde la óptica del bienestar animal, la propuesta de la CDMX es un avance: el toro no sufre las laceraciones ni el agotamiento que vi aquella tarde que aún me persigue. Sale vivo, y eso es un triunfo ético.
¿Funcionaría? Los toreros tendrían que ser atletas de élite, con reflejos impecables y una maestría absoluta del capote. El espectáculo sería más breve, menos predecible, quizás menos “dramático” para algunos. Los cuernos acolchados reducirían el riesgo, pero el toro, en pleno vigor, seguiría siendo una fuerza imponente. Tal vez no satisfaga a los puristas, pero podría atraer a quienes, como yo, queremos cultura sin crueldad.
La propuesta no está exenta de críticas. Los animalistas la ven como un parche insuficiente frente a su demanda de prohibición total; los taurinos, como una mutilación disfrazada de su tradición. Y yo, que aborrezco la violencia que presencié, me pregunto si este híbrido logrará reconciliar pasado y presente. ¿Es esto una evolución o una ruptura? Por ahora, me seduce la idea de un toro que no cae, de un torero que no mata. Pero el ruedo, como siempre, tendrá la última palabra.