EL ZÓCALO DE LA LEALTAD: DONDE LA FOTO PESA MÁS QUE EL PODER
OPINIÓN
Por Guillermo Cinta Flores
Martes 11 de marzo de 2025
Parece que, en el Zócalo de la Ciudad de México, el domingo pasado, se escenificó una tragicomedia política digna de análisis. Mientras Claudia Sheinbaum, la presidenta de la República, llegaba al corazón de la patria con la intención de saludar a sus correligionarios, la plana mayor de Morena —con Andy López Beltrán como estrella gravitacional— decidió que una selfie era más trascendental que la cortesía hacia la jefa del Ejecutivo. No es poca cosa: Ricardo Monreal, Adán Augusto López, Manuel Velasco, Luisa María Alcalde y Alejandro Esquer, absortos en su sesión fotográfica, dejaron a Sheinbaum como una espectadora más de su propio evento. ¿La excusa? “La emoción del momento”. Vaya manera de disfrazar lo que parece un desplante con aroma a pleitesía mal dirigida.
Lo interesante del asunto no está solo en el desaire, sino en lo que revela: en la 4T, el magnetismo de Andy —hijo del fundador y hoy secretario de organización de Morena— parece eclipsar incluso a la presidenta. Sheinbaum, con su habitual temple, lo minimizó como un “tema menor” y dijo que “estaban distraídos”, pero el gesto pinta un lienzo más grande: una élite morenista que, ante la sombra de los López Beltrán, olvida quién lleva las riendas del país. Si esto es unity, como lo llamó Luisa María Alcalde, entonces la unidad de Morena tiene un curioso sabor a dinastía. Quizás el mitin no fue solo sobre aranceles y fentanilo, sino una lección involuntaria de prioridades: en la Cuarta Transformación, la foto con el heredero pesa más que el saludo a la mandataria. ¿Casualidad o mensaje? Que el pueblo, consciente y participativo según Sheinbaum, saque sus conclusiones.
La escena del Zócalo no es un hecho aislado, sino un eco de la devoción casi mística que los morenistas han profesado por Andrés Manuel López Obrador desde que asumió las riendas del país en 2018. Durante su sexenio, AMLO no solo fue el presidente, sino el tótem alrededor del cual orbitaban las lealtades de Morena: un líder carismático que exigía —y recibía— una sumisión rayana en lo reverencial. Sus “mañaneras” eran evangelios, sus decisiones dogma, y su familia, por extensión, una especie de corte intocable. Que Andy López Beltrán, sin cargo público de elección hasta hace poco, concentre hoy tal magnetismo entre la cúpula de Morena no es sorpresa; es la herencia natural de un partido que nació y creció a la sombra de un solo hombre. El desaire a Sheinbaum no es solo un desplante personal, sino la prueba de que, en la 4T, la lealtad al linaje López Obrador sigue siendo la moneda de cambio más valiosa, incluso por encima de la presidenta en turno.
Si miramos hacia atrás, el presidencialismo mexicano de antaño —ese del PRI omnipotente— también tenía sus rituales de sumisión, pero con matices distintos. Figuras como Díaz Ordaz o Salinas de Gortari gobernaban con mano de hierro, sí, pero el culto era al cargo, no necesariamente a la persona o su estirpe. El presidente era el sol del sistema político, y los planetas —gobernadores, senadores, líderes sindicales— giraban en torno a Los Pinos sin cuestionar.
En contraste, el morenismo de hoy mezcla esa verticalidad con un toque personalista: AMLO no solo fue el jefe del Estado, sino el patriarca de una causa. Ahora, con Sheinbaum al frente, el incidente del Zócalo sugiere que el poder real —o al menos su percepción— no reside del todo en la silla presidencial, sino en la sombra alargada de Tabasco y sus herederos.
Si en los viejos tiempos del PRI el dedazo era un arte institucional, en la 4T parece ser un legado familiar, y el mitin del domingo fue solo un recordatorio fotográfico de quién sigue mandando en el alma de Morena.