LA ESCALERA DESCENDENTE DE LA POLÍTICA: DE LOS ESTADISTAS A LOS RASTREROS
ANÁLISIS
Por Guillermo Cinta Flores
Sábado 20 de diciembre de 2025
En el lenguaje popular de la política hispana late una clasificación tan precisa como demoledora: políticos, politicones, politiquillos y politicastros. No es una mera gradación lingüística, sino un diagnóstico implacable de la degradación del oficio público. Cuatro palabras que dibujan una escalera hacia abajo, desde la altura del servicio al bien común hasta el fango del oportunismo más vil.
En tiempos donde la confianza ciudadana en las instituciones roza mínimos históricos, esta escala sirve como radiografía cruel de lo que vemos cada día en parlamentos, ayuntamientos y redes sociales.
El político, en su acepción noble, es el estadista que gestiona la cosa pública con visión, ética y competencia; una especie en peligro de extinción. Baja un peldaño y aparece el politicón, ese charlatán pedante que habla de todo sin saber de nada, experto en tertulias y tuits grandilocuentes pero huérfano de acción real. Más abajo encontramos al politiquillo, maestro de la intriga menor, el clientelismo de barrio y la promesa vacía, siempre dispuesto a vender humo por un puñado de votos locales. Continuamos con el politicastro: el corrupto, el inepto malintencionado que convierte la política en botín personal, en herramienta de enriquecimiento y manipulación sin escrúpulos. Entre el politiquillo y el politicastro se cuela otro peldaño igualmente despreciable: el politiquero. Según la Real Academia Española, es aquel que “hace politiquería”, es decir, que trata los asuntos públicos con ligereza, intriga, demagogia barata y maniobras de baja estofa. No llega a la maldad calculada y corrupta del politicastro, pero supera en ambición y cinismo al simple politiquillo.
DEFINICIONES EXTENDIDAS
Políticos. Este es el término neutro y estándar. Se refiere a las personas que se dedican profesionalmente a la política: gestionan asuntos públicos, buscan el poder para gobernar, representar al pueblo o implementar ideas. En su sentido ideal (como en la tradición clásica), son estadistas hábiles, éticos y dedicados al bien común. Es el “político de verdad”, sin connotaciones negativas.
Politicones. Este es un término despectivo, aunque menos grave que los siguientes. Proviene de “politicón” (registrado en algunos diccionarios como derivado de político). Se usa para describir a alguien que habla mucho de política, que es un “charlatán político” o que presume de saberlo todo sobre temas políticos sin profundidad real. Es el típico que opina de todo en conversaciones, tertulias o redes, pero de forma superficial, pedante o exagerada. Como el que siempre tiene una opinión “experta” en la sobremesa, pero sin acción real.
Politiquillos. Diminutivo despectivo de político (“politi-quillo”). Se aplica a políticos de bajo nivel, locales o menores, que se dedican a la “politiquería”: intrigas superficiales, chismes, maniobras pequeñas, promesas vacías o política de baja categoría. Son los que buscan beneficios personales menores mediante favores, clientelismo o demagogia barata, sin gran visión ni impacto. Relacionado con “politiquero” (el que hace politiquería: tratar la política con ligereza, intrigas y bajezas).
Politicastros: El más peyorativo de todos. Según el Diccionario de la Real Academia Española (RAE), es un “político inhábil, rastrero, mal intencionado, que actúa con fines y medios turbios”. El sufijo “-astro” es despectivo (como en “poetastro” para un mal poeta). Se refiere a políticos corruptos, ineptos, oportunistas, que usan la política para enriquecerse, manipular o dañar, sin escrúpulos ni competencia. Es el “peor de los peores”: no solo superficial, sino activamente dañino y éticamente reprobable.
Politiqueros. Especialistas en promesas grandilocuentes que nunca se cumplen, en discursos huecos cargados de populismo, en el arte de dividir para reinar y en el clientelismo descarado. Vive de la foto, del titular fácil y del aplauso inmediato; su horizonte no va más allá de la próxima elección o del favor que pueda cobrar. En definitiva, es el profesional de la política como espectáculo vacío, el que convierte la gestión pública en un circo permanente donde el único beneficiado es él mismo.
A manera de conclusión. Esta clasificación no solo retrata a los actores, sino que nos interpela a nosotros como sociedad: ¿seguiremos tolerando que la mayoría de nuestros representantes habiten los peldaños inferiores de esta escalera? Tal vez la verdadera pregunta no sea cuántos políticos auténticos quedan, sino cuántos estamos dispuestos a exigir. Porque mientras aceptemos politicastros en el poder, la democracia seguirá bajando escalones.
