LA FRAGILIDAD DEL TRONO PRESIDENCIAL
CINTARAZOS
Por Guillermo Cinta Flores
Sábado 20 de septiembre de 2025
En un mundo donde el poder se ejerce a través de pantallas y megáfonos, la investidura presidencial se erige como un símbolo casi sagrado: el rostro de una nación, el guardián de sus promesas. Sin embargo, este pedestal es más frágil de lo que parece. Desde las calles de Santiago hasta los pasillos de Washington, la pérdida de respeto hacia el presidente no es un rayo en cielo despejado, sino una erosión lenta, como el agua que horada la roca.
Factores personales, institucionales y sociales conspiran para despojar al cargo de su aura, recordándonos que el liderazgo no es un derecho divino, sino un préstamo revocable de la confianza pública. Esta decadencia comienza con un susurro de duda y termina en un rugido de desilusión colectiva.
El primer golpe suele venir de adentro: la conducta ética del líder. Cuando un presidente cae en la tentación del nepotismo o el enriquecimiento ilícito, el velo se rasga. Imaginen un escándalo de corrupción que sale a la luz, no como un error aislado, sino como el patrón de una vida de privilegios. En América Latina, hemos visto cómo líderes carismáticos se convierten en caricaturas de sí mismos al priorizar bolsillos familiares sobre el bien común. Esta traición personal no solo mancha al individuo, sino que mancha el cargo entero, transformando el respeto en un recuerdo amargo. La gente perdona tropiezos, pero no la arrogancia que los encubre; ahí inicia la grieta, sutil pero inexorable.
Otro rostro de esta arrogancia ética surge cuando un gobernante, en lugar de dialogar, opta por el escarnio público. Tomemos el caso reciente de Donald Trump, quien en julio de 2025 llamó “mala persona” a una periodista que le cuestionó por qué no se alertó a las víctimas de un incidente en Texas, un gesto que deshumaniza al comunicador y reduce el debate público a un circo personal.
Este tipo de burla no solo hiere al individuo atacado, sino que degrada la investidura misma, convirtiendo al presidente en un bully de bajo calibre en vez de un estadista. En un mundo hiperconectado, tales episodios se viralizan al instante, alimentando la percepción de que el poder es un juguete para egos inflados, acelerando la pérdida de respeto de manera irremediable.
No menos devastador es el fracaso en el escenario del desempeño. Un presidente que promete prosperidad y entrega recesión, o que jura seguridad y cosecha violencia, ve cómo su investidura se desinfla como un globo pinchado. Piensen en las crisis económicas que azotan continentes enteros: la inflación galopante en Europa o el desempleo crónico en África. Cuando las políticas se convierten en promesas vacías, el líder pasa de visionario a mero gestor incompetente. Esta desconexión con la realidad cotidiana —el pan que sube de precio, la inseguridad que acecha en las noches— erosiona la fe en el sistema. No es solo el error; es la repetición, el incumplimiento que acumula resentimiento como nieve en una avalancha.
Las dinámicas sociales y mediáticas actúan como catalizadores voraces. En la era de las redes, un tuit imprudente o un video viral puede amplificar un desliz hasta convertirlo en un monumento al ridículo. La polarización extrema divide a la sociedad en trincheras: para unos, el presidente es un salvador; para otros, un villano. Medios opositores, a menudo sesgados, tejen narrativas que resaltan fallos como si fueran profecías cumplidas. En Brasil o México, hemos presenciado cómo campañas de descrédito en plataformas digitales convierten debates en guerras culturales. Aquí, el respeto se volatiliza no por hechos aislados, sino por la toxicidad de un ecosistema que premia el escándalo sobre el diálogo, acelerando la erosión hasta hacerla irreversible.
A esto se suma la debilidad estructural de las instituciones, ese andamiaje invisible que sostiene o derrumba el poder. Cuando el ejecutivo captura al judiciary o al congreso, el presidente se convierte en un monarca disfrazado, intocable ante la rendición de cuentas. En Europa del Este o América del Sur, tradiciones de inestabilidad histórica —golpes de estado, caudillismos— predisponen a la desconfianza. Si el sistema no corrige al líder, ¿por qué respetarlo? Esta captura no solo empodera al individuo, sino que deslegitima el gobierno entero, invitando a la apatía o al caos. La investidura, antaño un faro de estabilidad, se transforma en un farolillo al viento.
En última instancia, la erosión inicia con un incidente menor —un discurso torpe, una decisión controvertida— que, sin respuesta humilde, se acumula en una narrativa de fracaso. Transparencia y accountability son los antídotos: un líder que asume errores no como debilidades, sino como lecciones, puede reparar la grieta. Pero ignorar las señales es invitar al colapso.
En un mundo interconectado, donde la desilusión en un país inspira a otro, preservar el respeto presidencial es un acto de humildad colectiva. ¿Cuánto tiempo más toleraremos pedestales que se derrumban? La pregunta no es si caerán, sino cómo levantarnos de las ruinas.