LA HIPOCRESÍA DE LOS INDIGNADOS SELECTIVOS
CINTARAZOS
Por Guillermo Cinta Flores
Miércoles 12 de marzo de 2025
Basta con abrir las redes sociales un martes cualquiera para sentir el incendio: un político ha metido la pata, un famoso ha cruzado la línea o un video escandaloso ha desatado la tormenta. Los teclados arden, los hashtags trepan como hiedra venenosa y la turba digital clama “¡vergüenza!” con una pasión que parece sacada de un drama griego. Es un espectáculo hipnótico, casi conmovedor, hasta que uno se detiene a rascar la superficie. Porque detrás de tanto fuego, suele haber más humo que sustancia.
Tomemos el caso del senador López (imaginario, pero todos conocemos uno así): pillado con las manos en la masa, su legión de fieles lo defiende con uñas y dientes, diciendo que “es un ataque orquestado”. Pero cuando el diputado Gómez, del partido rival, cayó por lo mismo hace un mes, esos mismos cruzados pedían su cabeza en una pira pública. La indignación tiene banderas y colores. No se trata de principios, sino de camisetas: la mía se perdona, la tuya se quema. Y así, entre aplausos y silencios convenientes, la coherencia se va por el desagüe.
¿Por qué nos cuesta tanto ser consistentes? Porque la indignación selectiva es un lujo cómodo. Es un reflejo tribal que no exige examen de conciencia, solo un enemigo claro y un grito ensayado. Las redes, con su dopamina de likes y retuits, premian al que pega primero y más fuerte, no al que piensa dos veces. “Linchar al adversario es gratis; cuestionar a los tuyos, en cambio, cuesta amigos”, diría algún cínico en un bar. Y tendría razón. Nos encanta la justicia, pero solo cuando nos favorece el fallo.
El resultado de esta farsa es una sociedad que ladra mucho y muerde poco. Cuando la indignación es un traje que te pones según el día, la palabra “justicia” se vacía hasta sonar como eco en una cueva. Lo vimos en el caso del influencer Ramírez, absuelto por sus fans tras un plagio descarado, mientras su competidor era lapidado por menos. Cada doble rasero cava más hondo el foso entre bandos, y al final todos jugamos al mismo juego: fingir virtud mientras barremos la mugre bajo la alfombra.
Así que, lector, la próxima vez que sientas la sangre hervir por el escándalo del momento, haz una pausa. Revisa tu historial de silencios, esos casos que dejaste pasar porque no te tocaban el nervio o porque el culpable te caía bien. La hipocresía no es solo de los otros; nos acecha a todos en el espejo. Romper el ciclo no es fácil, pero es lo único que separa a los indignados de postureo de los que, de verdad, buscan algo mejor. ¿Te animas?