LA IMPUNIDAD ETERNA: EN MÉXICO, PASA TODO Y NO PASA NADA
CINTARAZOS
Por Guillermo Cinta Flores
Viernes 16 de octubre de 2025
Durante 53 años de carrera periodística, he sido testigo privilegiado —o maldito, según se mire— de un desfile interminable de transgresiones cometidas por funcionarios y políticos de alto rango, sin importar el partido que los cobijara. Desde los pasillos del poder en el estado hasta los salones de Los Pinos o Palacio Nacional, el patrón se repite como un guion mal ensayado: enriquecimiento inexplicable, favores adjudicados a dedo y fortunas que brotan de la nada. He visto cómo gobernadores en turno extendían su manto protector a los suyos, blindándolos con lealtades partidistas que eclipsan cualquier atisbo de justicia. Es un ciclo vicioso que devora la fe en las instituciones, dejando a la ciudadanía como mera espectadora de su propio saqueo.
El ejercicio abusivo del servicio público y el tráfico de influencias no son meras abstracciones legales; son las herramientas cotidianas de quienes se creen intocables. Nuestra legislación penal, tanto federal como estatal, los tipifica con claridad meridiana, pero su aplicación parece reservada para los peces pequeños. He constatado y documentado casos donde hombres y mujeres de traje y corbata, con sonrisas ensayadas en conferencias de prensa, desviaban presupuestos públicos hacia bolsillos privados, adjudicando contratos millonarios a familiares o testaferros. La evidencia saltaba a la vista: transferencias bancarias sospechosas, propiedades de dudosa procedencia, testimonios de excolaboradores aterrorizados. Sin embargo, el silencio judicial era ensordecedor.
Muchos de estos personajes fueron exhibidos en portadas y editoriales, con nombres, apellidos y fechas precisas. Pero al no mediar denuncias concretas —esas que exigen pruebas irrefutables y testigos dispuestos a jugársela—, sus delitos se evaporaban en la niebla de la impunidad. Recuerdo a un exsecretario que acumuló una fortuna equivalente a décadas de su salario oficial, solo para retirarse a una hacienda en las afueras, rodeado de guardaespaldas pagados con dinero de todos. Los medios independientes, con su labor incansable, los señalamos una y otra vez, pero la Fiscalía parecía sorda, ciega y, sobre todo, cómplice. ¿Pruebas? Las teníamos; ¿voluntad? Esa era el ingrediente que faltaba.
A nivel nacional, el panorama no mejora; al contrario, se agranda. Desde escándalos de corrupción en Pemex hasta desvíos en programas sociales federales, la historia se replica con nombres nuevos pero métodos idénticos. En la actualidad, otra vez la burra al trigo: casos frescos, con protagonistas que ayer juraban transparencia y hoy navegan en yates comprados con fondos públicos. He cubierto investigaciones que destapan redes de influencias que tejen desde el Congreso hasta las secretarías, donde un llamado telefónico basta para torcer licitaciones o archivar expedientes. Y mientras el país arde en desigualdad, ellos brindan en fiestas exclusivas, impunes como dioses menores.
Los medios de comunicación independientes, ese último bastión de contrapeso en tiempos de narrativas oficiales, publican día tras día reportajes con pruebas documentales irrebatibles: correos electrónicos filtrados, facturas falsificadas, declaraciones patrimoniales que no cuadran. Somos el faro en la tormenta, el recordatorio incómodo de que el poder no es un cheque en blanco. Pero ¿de qué sirve el destello si nadie enciende la linterna de la justicia? Nuestras investigaciones se convierten en ecos en redes sociales, compartidos por miles, pero ignorados por quienes deberían actuar. Es frustrante ver cómo el periodismo valiente choca contra un muro de indiferencia institucional.
Detrás de esta parálisis late un ambiente de encubrimiento palpable, un contubernio sutil entre quienes detentan el poder y los señalados que, un día sí y otro también, emergen en los titulares. Casos sonados —aquellos que polarizan mesas de café y timelines— se diluyen en promesas de “investigación exhaustiva” que nunca concluyen. ¿Casualidad? No lo creo. Hay pactos no escritos, lealtades cruzadas que trascienden administraciones y partidos, un club exclusivo donde la rendición de cuentas es un lujo para los demás. En este ecosistema, el denunciante es el villano, el investigado el héroe silente, y la verdad, un estorbo prescindible.
Todo esto me arrastra de vuelta a las palabras inmortales de Don Roberto Blanco Moheno, ese gran cronista mexicano que, desde el más allá, debe sonreír con amargura: “En México, pasa todo y no pasa nada”. Su frase no es solo un lamento; es un diagnóstico clínico de nuestra realidad. Mientras no rompamos el ciclo —con denuncias valientes, fiscalías autónomas y una sociedad que exija sin tregua—, seguiremos atrapados en esta danza macabra de la impunidad. Ojalá estas líneas sirvan de chispa, aunque sea mínima, para que un día, por fin, algo pase. Porque en el fondo, sabemos que puede pasar.