LA PALABRA DEL GOBERNANTE: ¿LEY O SIMPLE PROMESA?
OPINIÓN
Por Guillermo Cinta Flores
Viernes 24 de enero de 2025
Existe una arraigada creencia en el imaginario colectivo en el sentido de que la palabra de un gobernante tiene un peso especial, casi místico. “Mi palabra es la ley”, reza la popular canción mexicana de José Alfredo Jiménez, reflejando esa idea de que lo pronunciado por quien ostenta el poder se convierte en realidad por el simple hecho de ser enunciado. Los gobernantes, conscientes de esta percepción, suelen utilizar sus discursos para moldear la realidad a su conveniencia, prometiendo prosperidad, justicia y seguridad, como si sus palabras fueran conjuros mágicos capaces de transformar el mundo. Siempre “tienen otros datos”.
Sin embargo, la realidad suele ser más terca que las palabras. Si bien la retórica puede ser una herramienta poderosa para persuadir y generar expectativas, su eficacia se diluye cuando no está respaldada por acciones concretas. Las promesas incumplidas, las contradicciones y la falta de coherencia entre el discurso y la práctica política erosionan la confianza en la palabra del gobernante, generando desilusión, escepticismo e incluso cinismo entre la ciudadanía.
En un mundo ideal, la palabra de un gobernante debería ser sinónimo de verdad, compromiso y responsabilidad. Sus declaraciones deberían ser escrupulosamente sopesadas, teniendo en cuenta el impacto que pueden tener en la vida de las personas. Un gobernante cuya palabra es ley no necesita amenazas ni imposiciones, pues su autoridad se basa en la confianza y el respeto que inspira.
Lamentablemente, la historia está plagada de ejemplos de gobernantes que han utilizado la palabra como un instrumento de manipulación y control, prometiendo lo que no pueden cumplir y ocultando la verdad tras un velo de retórica vacía. En estos casos, la palabra del gobernante, lejos de ser ley, se convierte en un arma arrojadiza, capaz de generar división, polarización y conflicto.
En suma, el poder de las palabras de un gobernante es innegable, pero su eficacia depende en gran medida de la credibilidad y la coherencia que las respaldan.
Un gobernante responsable debe ser consciente del peso de sus palabras y utilizarlas con prudencia y mesura, recordando que la confianza de la ciudadanía es un bien preciado que se construye con el tiempo y se puede perder con una sola palabra falsa.