LA POLARIZACIÓN SOCIAL: UN ABISMO DE ODIO Y DESCONEXIÓN
AGENDA DIARIA
Por Regina M. Cinta Becerril
Miércoles 30 de abril de 2025
La polarización social se ha convertido en una de las heridas más profundas de nuestro tiempo, fracturando sociedades en innumerables naciones. Este fenómeno, descrito por el sociólogo Robert D. Putnam en su obra Bowling Alone (2000), refleja la erosión del capital social, donde las redes de confianza y cooperación se desvanecen, dando paso a la desconfianza y el antagonismo.
La polarización no es solo política, sino también cultural, económica y moral, alimentada por narrativas binarias que dividen a las personas en “nosotros” contra “ellos”. En este contexto, el odio emerge como una fuerza destructiva, manifestándose en discursos de desprecio, violencia verbal y, en casos extremos, agresiones físicas. Las redes sociales, según estudios de Cass Sunstein (Republic, 2017), amplifican este problema al crear cámaras de eco donde las opiniones se radicalizan, alejando a las personas de un diálogo constructivo.
La confusión y la incertidumbre son síntomas de esta fractura. La teoría de la “modernidad líquida” de Zygmunt Bauman (2000) explica cómo la globalización y los cambios tecnológicos han desdibujado las estructuras tradicionales de identidad, dejando a las personas en un estado de desorientación. Sin anclajes claros, como comunidad, religión o ideologías compartidas, los individuos buscan refugio en tribus ideológicas que ofrecen certezas simplistas. Sin embargo, estas tribus no solo refuerzan la identidad propia, sino que demonizan al otro, alimentando el odio. En países como Estados Unidos, Brasil o España, esta dinámica se ve en la radicalización de debates sobre temas como la inmigración, el género o el cambio climático, donde el adversario no es solo alguien con ideas diferentes, sino un enemigo existencial.
La desesperanza agrava aún más este panorama. Según el psicólogo social Jonathan Haidt (“La mimada mente americana” o “El mimo de la mente estadounidense”, 2018), la polarización no solo divide, sino que debilita la resiliencia colectiva, haciendo que las personas pierdan fe en las instituciones y en el futuro. Esta desesperanza se traduce en apatía o, peor aún, en una rabia que se canaliza hacia el otro. En muchas sociedades, el desempleo, la desigualdad y las crisis climáticas intensifican esta sensación de abandono, y los líderes populistas aprovechan el descontento para avivar el fuego de la división. El odio, en este sentido, se convierte en una válvula de escape para frustraciones más profundas, pero su costo es inmenso: comunidades fragmentadas, familias rotas y sociedades incapaces de enfrentar desafíos colectivos.
La falta de identidad, otro pilar de esta crisis, refleja una paradoja: en un mundo hiperconectado, las personas se sienten más solas que nunca. El filósofo Byung-Chul Han, en La sociedad del cansancio (2010), argumenta que la individualización extrema ha erosionado los lazos comunitarios, dejando a los individuos en una búsqueda constante de sentido. Sin embargo, en lugar de construir puentes, muchos se aferran a identidades excluyentes, ya sean nacionales, religiosas o ideológicas, que refuerzan la hostilidad hacia quienes no encajan en su visión. Este tribalismo moderno, como lo llama Haidt, no solo enfría el amor entre las personas, sino que lo reemplaza con una lógica de confrontación donde el otro es siempre una amenaza.
Para sanar esta polarización, es urgente recuperar el amor como principio ético y social, entendido no como un sentimiento romántico, sino como el reconocimiento de la humanidad compartida, tal como lo plantea la filósofa Martha Nussbaum en Political Emotions (2013). Esto requiere fomentar espacios de diálogo inclusivo, donde las diferencias se aborden con empatía y no con desprecio.
Las instituciones, desde las escuelas hasta los medios, deben priorizar la educación en valores cívicos y la alfabetización digital para contrarrestar la desinformación. Si no actuamos, el odio seguirá enfriando el corazón de nuestras sociedades, y el abismo entre unos y otros será cada vez más difícil de cerrar. La pregunta es: ¿elegiremos escuchar o seguir gritando?