LA SANGRE CALIENTE DE LOS MORELENSES: UNA CRISIS AGUDIZADA
CINTARAZOS
Por Guillermo Cinta Flores
Lunes 14 de julio de 2025
Cuando escribí esta columna el 17 de mayo de 2024, advertí que la situación de violencia en Morelos no solo evocaba los turbulentos años setenta, sino que parecía haber empeorado. A un año y medio de distancia, en julio de 2025, lamento constatar que la problemática no solo persiste, sino que se ha agravado, consolidando una crisis que amenaza con desbordar las capacidades del estado y fracturar aún más el tejido social.
En los setenta, como narré, los morelenses vivían con el “Jesús” en la boca, enfrentando una cultura de la violencia marcada por riñas impulsivas en municipios como Cuautla, Zacualpan de Amilpas, Tepalcingo, Jonacatepec y Axochiapan. En aquel entonces, mi maestro Jaime Morales Guillén abogaba por programas de despistolización para frenar los enfrentamientos que surgían por “quítame estas pajas”. Sin embargo, lo que observamos hoy trasciende aquellos conflictos “domésticos”. La violencia en Morelos se ha transformado en una hidra de múltiples cabezas: narcotráfico, corrupción, impunidad y una creciente normalización de la brutalidad. A la cultura de la violencia, que ya señalé en 2024, se han sumado capas más profundas y peligrosas.
La delincuencia organizada no solo se ha infiltrado en las instituciones, como advertí, sino que en muchos casos parece operar con una impunidad que roza el descaro. Reportes recientes en la prensa local y redes sociales indican un aumento en delitos de alto impacto: ejecuciones, extorsiones y secuestros que afectan no solo a las zonas rurales, sino también a urbes como Cuernavaca y Cuautla.
La violencia estructural que mencionaba Johan Galtung se ha intensificado, con comunidades enteras privadas de seguridad, acceso a la justicia y oportunidades económicas, mientras la corrupción en los tres niveles de gobierno sigue siendo un lastre que perpetúa la impunidad. La cultura del narco, que en los setenta era incipiente, hoy es un pilar de la economía ilícita en Morelos. Los cárteles no solo controlan el tráfico de drogas, sino que han diversificado sus actividades hacia la extorsión de comerciantes, el robo de recursos naturales y el control de mercados locales.
La violencia cultural, que legitima estas prácticas como una forma “normal” de resolver conflictos, se ha arraigado aún más, alimentada por la desesperanza y la desconfianza en las autoridades. En 2024, cité a Lolita Bosch, quien vinculaba la violencia en México con el colapso del control priísta y su relación con la corrupción y la política. Hoy, esa reflexión sigue vigente, pero se agrava con la percepción de que ningún partido político, sin importar su bandera, ha logrado desmantelar las estructuras que sostienen esta crisis.
En Morelos, los últimos tres gobernadores han enfrentado críticas por sus limitaciones para contener la violencia, y los vaivenes en la eficacia gubernamental son más evidentes que nunca. La falta de coordinación entre los niveles de gobierno, la corrupción en las corporaciones policiacas y la ausencia de estrategias integrales han dejado a la población en un estado de vulnerabilidad alarmante.
Datos recientes, aunque fragmentados, pintan un panorama sombrío. Según información recopilada de medios locales y plataformas sociales, los índices de homicidios dolosos en Morelos no han disminuido significativamente desde 2024, y en algunos municipios han repuntado. Empero, la percepción de inseguridad entre los morelenses se ha disparado, con encuestas ciudadanas que señalan a la violencia como la principal preocupación, por encima de la economía o la salud. La crisis de legitimidad que temía en 2024 está más cerca de materializarse, con una ciudadanía que duda de la capacidad del gobierno para usar sus instrumentos coercitivos de manera efectiva y justa.
Entonces, ¿qué ha cambiado desde 2024? La respuesta es desoladora: la situación no solo no ha mejorado, sino que se ha agravado. La violencia en Morelos no es solo un problema de seguridad pública, sino un síntoma de un sistema roto, donde la impunidad, la corrupción y la desigualdad se retroalimentan.
La propuesta de despistolización de los setenta parece hoy un eco lejano; hoy se requieren estrategias mucho más ambiciosas: desmantelar las redes de complicidad entre autoridades y delincuencia, invertir en prevención social y reconstruir la confianza ciudadana.
Como periodista con más de medio siglo de experiencia, me duele admitir que la sangre caliente de los morelenses, que alguna vez fue sinónimo de pasión y lucha, hoy se derrama en un contexto de desesperanza. La pregunta no es si Morelos seguirá siendo violento, sino si seremos capaces de romper el ciclo que nos condena a esta realidad. Sin un cambio estructural profundo, me temo que la respuesta seguirá siendo un rotundo no.