¿LA SEGUNDA FILA DE LOS OLVIDADOS?
OPINIÓN
Por Guillermo Cinta Flores
Lunes 6 de octubre de 2025
Con 53 años pisando trincheras periodísticas, he aprendido que el poder en México no se mide en aplausos del Zócalo, sino en las sombras que arrastra: las miradas esquivas, los saludos omitidos y las vallas que separan a los leales de los prescindibles. Este domingo, Claudia Sheinbaum desplegó su ritual presidencial ante la muchedumbre, tal y como ocurrió el pasado 9 de marzo cuando convocó a sus simpatizantes al evento para responder ante los aranceles de Trump.
Frente al templete, en la primera fila y como es costumbre, se colocaron los gobernadores emanados de Morena (entre ellos la mandataria de Morelos, Margarita González Saravia), los cuales recibieron un saludo de mano de la mandataria. Pero detrás, como extras en una producción barata, Adán Augusto López, Andy López Beltrán, Ricardo Monreal, Luisa Alcalde y Manuel Velasco (el ex gobernador de Chiapas y legendario mecenas) fueron confinados a la segunda y tercera fila, tras las barreras metálicas que tanto hemos visto en marchas y mítines. Si le preguntan a Sheinbaum este lunes por qué este exilio simbólico, seguramente responderá con su tono conciliador: “No pasa nada. Son los principales aliados y motores de nuestro movimiento”. Es decir, los defenderá a capa y espada, y por eso no me trago tan fácilmente aquello de que “les demostró quién manda”. No me trago el cuento de la unidad; esto huele a purga disfrazada de protocolo.
Peor que los priístas de antaño, dicen, y no les falta razón. Aquellos dinosaurios del PRI al menos fingían lealtad hasta el último sorbo de tequila en Los Pinos; estos morenistas rebeldes, en cambio, mastican la traición en público y la escupen en redes. Relegar a Adán Augusto y a Andy —los eternos aspirantes al trono que López Obrador dejó en herencia— no es un desliz logístico, es un mensaje tallado en acero: “Aquí mando yo, y los que murmuran se van al fondo”. Monreal, el eterno negociador, y Alcalde, la tecnócrata con aroma a futuro gabinete, también pagan el peaje de su ambición desbocada. Velasco, el eterno outsider, completa el cuadro de los marginados. Sheinbaum, con su sonrisa de científica precisa, no necesita discursos para disciplinar; basta con una valla para recordarnos que la 4T, esa supuesta transformación, es tan jerárquica como el viejo régimen, solo que con más emojis en X y menos pudor.
Y mientras tanto, la ley duerme el sueño de los justos. “Hasta no ver, no creer”, como Santo Tomás en su escepticismo eterno, y yo, con medio siglo de crónicas a cuestas, suscribo cada palabra. Sheinbaum podría aplicarles el fuero que tanto predican —o mejor, el Código Penal que tanto ignoran—, pero prefiere el exilio simbólico: segunda fila para los rebeldes, primera para los sumisos. ¿Juicio? Ni en sueños. Estos peores que priístas acumulan pecados —corrupción larvada, nepotismo rampante, traiciones a la causa— que harían sonrojar a un Cuauhtémoc Cárdenas en sus peores días. Pero en Morena, la impunidad es el pegamento que une al rebaño: toquen a uno, y el castillo de naipes se derrumba. Así, el Zócalo vibra con consignas de “unidad”, mientras las vallas susurran verdades incómodas.
Al final, este columnista no busca verdades absolutas —eso lo dejo para los profetas de Twitter—, sino pinchazos para que duela el ojo crítico. Sheinbaum, con su evento dominguero, nos regaló un fotograma de lo que viene: una presidencia donde los disidentes no van a la cárcel, pero sí al olvido. Gobernadores de primera, rebeldes de segunda, y el país entero en la grada, aplaudiendo repeticiones de guiones viejos.
Yo, como viejo lobo de redacción, esperaré a ver si alguna ley despierta o si todo queda en anécdota zocalera. Porque en México, el poder no se toca: se mira, se critica y, ojalá, se derriba algún día. Hasta entonces, sigamos escépticos, que la fe ciega es el peor de los venenos.