MEXICANOS AL GRITO DE GUERRA… CONTRA NOSOTROS MISMOS
CINTARAZOS
Por Guillermo Cinta Flores
Martes 18 de marzo de 2025
En julio de 2009, me topé con un artículo brillante del historiador Juan Miguel Zunzunegui, titulado “Masiosare, un extraño enemigo”, que diseccionaba con bisturí la incapacidad histórica de los mexicanos para dejar de pelearnos entre nosotros. Lo usé entonces para advertir sobre las rencillas electorales en Morelos, un microcosmos de lo que siempre nos pasa: los ciudadanos pagamos los platos rotos mientras los politiqueros se llenan los bolsillos y se reparten cargos como si fueran dulces. Zunzunegui lo clavó: nuestra falta de cohesión no es un accidente, es una maldición heredada, un loop infinito de traiciones y ambiciones que nos tiene jodidos desde el día uno de nuestra independencia.
Citaba a Porfirio Díaz, quien hace más de un siglo ya había captado el meollo del asunto: en Estados Unidos, cuando alguien gana la presidencia, todos se alinean para empujar el barco; en México, en cuanto alguien sube, amigos y enemigos se dedican a ponerle zancadillas. El 27 de septiembre de 1821, nuestro primer día como nación libre, marcó el tono: unos querían imperio, otros monarquía, algunos república federal, otros centralista. Nos la pasamos el siglo XIX a garrotazos, y el XX no fue muy diferente. Zunzunegui lo resume con una precisión que duele: “Nunca se nos ocurre pensar que los problemas de los mexicanos pueden ser culpa de los mexicanos, principalmente porque somos enemigos unos de otros”. Ahí está el tuétano del asunto.
El historiador desmenuzó cómo nuestras luchas fratricidas han sido el pan de cada día: Guerrero contra Victoria, Bustamante contra Guerrero, Santa Anna contra quien se dejara, Juárez contra Santa Anna, Díaz contra Juárez, Madero contra Díaz, Obregón contra Carranza, Calles contra Obregón. En 2009, yo añadí: Fox contra el PRI, López Obrador y el PRI contra Calderón. Años después, el patrón siguió intacto: AMLO y los panistas contra Peña Nieto. Y ahora, en 2025, vemos el mismo guion con nuevos actores.
Llegó AMLO en 2018 con su “Cuarta Transformación”, un eslogan rimbombante que prometía romper el ciclo, pero que en realidad fue más de lo mismo con esteroides. Su sexenio se tornó en un reality show de rencores: contra los “fifís”, contra los críticos, contra los datos incómodos. Su proyecto no era unir, era vencer, y lo logró a medias. Aplastó a Peña Nieto y al viejo PRI, pero dejó un país más polarizado que nunca. Sus obras faraónicas, como el Tren Maya, y su austeridad de utilería solo profundizaron las grietas: comunidades desplazadas, hospitales vacíos, y una violencia que no cede. AMLO gobernó para “el pueblo bueno”, pero ese pueblo era solo el que le aplaudía sus mañaneras, mientras el resto éramos los “adversarios” a ignorar o aplastar.
Y luego vino Claudia Sheinbaum, la delfina ungida por el dedazo de AMLO, en una transición que olió más a PRI de los 70 que a democracia moderna. Su proyecto no es nuevo: es mantener el trono de Morena, cueste lo que cueste. Prometió continuidad, y vaya que la está cumpliendo: las mismas mañas, los mismos discursos, las mismas broncas internas. Los morenistas se pelean entre sí por las migajas del poder, mientras la oposición, fragmentada como siempre, no atina a ser más que un eco débil.
Zunzunegui tenía razón: seguimos siendo nuestros peores enemigos. Los políticos se frotan las manos, y nosotros, los de a pie, seguimos pagando la factura de un pleito que no termina.