NARCOTERRORISMO DISFRAZADO DE DELINCUENCIA ORGANIZADA: EL COCHE BOMBA DE COAHUAYANA Y LA RECLASIFICACIÓN QUE INDIGNA A MÉXICO
LA CRÓNICA DE MORELOS
Martes 9 de diciembre de 2025
E D I T O R I A L
El pasado 7 de diciembre del año en curso un vehículo cargado con explosivos estalló frente a la comandancia de la Policía Comunitaria de Coahuayana, Michoacán, y dejó al menos cinco muertos, más de quince heridos y una estela de pánico que recorrió el país entero. Durante las primeras horas la Fiscalía General de la República abrió carpeta de investigación por terrorismo; veinticuatro horas después, sin mayor explicación pública, reclasificó el caso como delincuencia organizada.
El cambio no fue un mero tecnicismo jurídico, sino la decisión que revela la incomodidad del Estado mexicano para nombrar lo que todos sentimos, que el CJNG y otros cárteles ya no sólo disputan territorios por dinero, sino que utilizan el terror como método sistemático de control social.
El artículo 139 del Código Penal Federal define el terrorismo como el empleo de explosivos u otros medios capaces de causar daño masivo con la finalidad de alterar el orden público, provocar alarma social o coaccionar a la autoridad. El coche bomba de Coahuayana cumple, letra por letra, con esos elementos: fue colocado en una zona urbana concurrida, frente a una corporación policial que desafía al cártel, y su onda expansiva no sólo mató e hirió, sino que envió un mensaje brutal a toda la población: “quien se oponga, paga con sangre y miedo”. Esa intención de aterrorizar es justamente lo que distingue al terrorismo de otros delitos violentos.
La reclasificación hacia delincuencia organizada, regulada por la ley del mismo nombre, traslada el foco a la mera existencia de tres o más personas concertadas para delinquir de manera permanente. Es cierto que el CJNG es una organización criminal estructurada, pero reducir el atentado a ese tipo penal equivale a decir que un asesinato múltiple con mensaje público es lo mismo que un cargamento de metanfetaminas decomisado en la carretera. La diferencia es abismal: la delincuencia organizada busca lucro; el narcoterrorismo busca dominación mediante el miedo colectivo.
Esta maniobra no es nueva. Desde hace años el Estado mexicano ha evitado la etiqueta “terrorismo” para no reconocer que ciertos cárteles han escalado a una forma de guerra asimétrica contra la población y sus instituciones. Llamarlo terrorismo obligaría a activar protocolos internacionales, admitir que hay zonas del país donde la autoridad legítima ha sido sustituida por el terror, y asumir una derrota simbólica frente a los grupos criminales. Es más cómodo decir que “sólo” se trata de delincuencia organizada, porque así se mantiene la ficción de que con operativos policiales comunes se puede recuperar el control.
El resultado es que las víctimas de Coahuayana, y las miles que han vivido atentados similares en Tierra Caliente, quedan sin el reconocimiento pleno de lo que padecieron: un acto de terror en toda regla.
Mientras el gobierno federal siga maquillando la realidad con eufemismos jurídicos, los cárteles seguirán entendiendo que pueden usar coches bomba, drones explosivos y masacres públicas sin que el Estado les llame por su verdadero nombre. Y mientras no los llame terroristas, nunca los tratará como tales.
