El rugido que abraza la muerte
LA CRÓNICA DE MORELOS. Domingo 16 de marzo de 2025.
El sol apenas despunta tras las curvas de la Sierra Madre, tiñendo de dorado el asfalto de la México-Cuernavaca. El aire huele a tierra húmeda, a gasolina y a libertad. Para los motociclistas que se lanzan por esta cinta gris, no hay nada más vivo que el rugido del motor entre sus piernas, un latido metálico que les recuerda que están aquí, ahora, desafiando al tiempo. La velocidad no es solo un número en el velocímetro; es un grito, un vértigo que les recorre la piel como electricidad estática.
A 120, 150, 180 kilómetros por hora, el mundo se desdibuja. Las líneas blancas de la carretera se vuelven un borrón hipnótico, los autos son sombras lentas que se apartan como hojas en el viento. El casco vibra con el zumbido del aire cortado a cuchillo, y el corazón golpea el pecho como si quisiera escapar. “Es como volar sin alas”, dice Javier, un biker de 32 años con el rostro curtido por el sol y las cicatrices de caídas pasadas. “Sientes que el universo te persigue, pero tú vas un paso adelante”.
La autopista México-Cuernavaca, con sus rectas engañosas y curvas traicioneras, es un lienzo para estos jinetes de acero. Suben desde la Ciudad de México o bajan desde las alturas de Tres Marías, buscando ese instante donde todo —el trabajo, las deudas, las peleas— se disuelve en la pura sensación de estar vivo. Es una danza al borde del abismo, un coqueteo con la muerte que muchos no admiten, pero todos entienden.
Sin embargo, el asfalto no perdona. Una piedra suelta, un charco traicionero, un conductor distraído, y el sueño se quiebra. En un segundo, el rugido se convierte en silencio, el viento en un golpe seco.
La México-Cuernavaca ha visto demasiados altares improvisados: cruces blancas, flores marchitas, cascos rotos al pie de la carretera. Cada accidente es un luto que se extiende como onda en el agua, desde el rugir de las motos que acompañan el féretro hasta las lágrimas silenciosas de una madre que no entiende por qué su hijo “tenía que ir tan rápido”.
“Sabemos el riesgo, pero es parte del juego”, confiesa Mariana, una motociclista de 27 años que perdió a su mejor amigo en una curva cerca de La Pera hace dos inviernos. “No lo haces por morir, lo haces por vivir más fuerte que los demás”. Y ahí está la paradoja: en la velocidad encuentran una intensidad que el mundo quieto no les da, pero a veces el precio es todo lo que tienen.
La autopista sigue ahí, imperturbable, mientras el sol se hunde y las luces de las motos cortan la noche. Algunos llegarán a casa, otros no. Pero todos, por un instante, habrán sentido el pulso del peligro latiendo al unísono con el suyo. Y en ese latido, fugaz y eterno, está la esencia de lo que significa ser biker en esta carretera que abraza tanto la vida como la muerte.