EL ETERNO ESTUDIANTE DE LOS PROBLEMAS SIN FIN
OPINIÓN
Por Guillermo Cinta Flores
Miércoles 19 de marzo de 2025
En México, y particularmente en Morelos, hay una figura que no necesita presentación oficial, porque todos la conocemos de sobra: el político que estudia. No me refiero a un apodo específico —aunque bien podría ser “El Estudiante”—, sino a esa costumbre arraigada de nuestros gobernantes, sean presidentes de la República, gobernadores o presidentes municipales, de abordar cada problema con un nuevo análisis, un foro de consulta o un diagnóstico rimbombante que, al final, no resuelve nada. Es como si cada trienio o sexenio trajera consigo una tarea escolar interminable, pero sin entregar jamás el trabajo final.
¿Les suena familiar? Un nuevo sexenio arranca y, de pronto, surgen las mesas de diálogo para “entender” la inseguridad. Se convocan expertos, se llenan auditorios, se publican informes con gráficos vistosos. Luego, tres o seis años después, el siguiente en turno llega con la misma promesa: “Vamos a estudiar el problema a fondo”. Y así, entre carpetas y discursos, los ciudadanos seguimos esperando que alguien pase del pupitre al campo de acción.
En Morelos, esta danza de los estudios eternos tiene un sabor amargo. La tierra de Zapata, que debería ser ejemplo de resolución y justicia, se ahoga en análisis sobre el crimen organizado, la corrupción o la falta de agua, mientras las soluciones brillan por su ausencia. ¿Cuántos foros se han hecho sobre la violencia en Cuernavaca? ¿Cuántos diagnósticos sobre el campo abandonado? Y, sin embargo, las balas siguen silbando y los cultivos se marchitan.
No es que los estudios sean inútiles por sí mismos. Entender un problema es el primer paso para resolverlo. Pero en México hemos convertido el diagnóstico en un fin, no en un medio. Es como si “El Estudiante” —llamémosle así a este arquetipo— se hubiera enamorado tanto de sus libros que olvidó que el examen final no se aprueba con apuntes, sino con resultados. Cada administración hereda los mismos pendientes y, en lugar de actuar, prefiere empezar de cero: otro plan, otro taller, otra consulta popular. El resultado es un país atrapado en un bucle de buenas intenciones y nulos avances.
Quizá el apodo “El Estudiante” no esté registrado en los anales de la historia oficial, pero todos hemos conocido a uno. Fue aquel presidente que juró modernizar el país con reformas estudiadas al milímetro, o aquel gobernador que prometió paz con un programa “bien analizado”, o el alcalde colocado al frente de catálogos de magníficas intenciones. Y mientras ellos estudian, los mexicanos seguimos reprobando la asignatura de la paciencia.
Es hora de exigir menos tareas y más entregas. Que los foros se conviertan en obras, que los análisis se traduzcan en justicia, que los sexenios y trienios dejen de ser un ciclo de repetición y se conviertan en un puente hacia algo mejor. Porque, de seguir así, “El Estudiante” no solo se quedará sin graduarse, sino que nos arrastrará a todos a un eterno año escolar sin fin.